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Momentos de Alicante

Crimen y perdón

Crimen y perdón JOSÉ LUIS MARVALL

Eran las ocho de la noche del 7 de septiembre de 1710. Hacía unos minutos que la oscuridad se había adueñado de las calles de la ciudad, excepto en las pocas esquinas y dinteles donde lucían tenuemente las lámparas de aceite, recién encendidas.

Pedro Quesada volvía de casa del teniente coronel Nicolás Vergara, adonde había ido a recoger las órdenes oportunas para aquella noche, pero no lo había encontrado. Regresaba con paso rápido hacia su casa para cenar e ir después al puesto de guardia en el portal de la Huerta.

Pedro tenía 41 años, era de mediana estatura y vestía casaca y sombrero chambergos de paño azul. Poseía un próspero negocio de comercio que le permitía vivir acomodadamente con su familia en una amplia casa cercana al portal, cuya custodia era de su responsabilidad desde que, hacía tan solo unas semanas, se había organizado un regimiento de infantería con paisanos en edad de servir. Este regimiento, al mando del cual estaba el teniente coronel Vergara, estaba formado por vecinos que tenían la misión de guardar y vigilar las puertas de la ciudad más próximas a sus domicilios. Y Pedro era el sargento de una de las compañías de este regimiento.

Las campanas de la parroquia de San Nicolás tocaban a comulgar y, desde detrás de la iglesia, llegaba el ruido de los petardos festivos que estaban tirando en la entrada del hospital, cuando Pedro encaró la calle donde se hallaba el colegio de la Compañía de Jesús. Unos pasos más adelante, un emboscado salió repentinamente de la portería de dicho colegio y se abalanzó contra Pedro, hiriéndole en el vientre con un arma blanca. Nada pudo hacer por defenderse, ya que, sorprendido, solo alcanzó a agarrar la capa del agresor, al mismo tiempo que éste huía corriendo hacia la esquina de la calle de San Agustín. La oscuridad y la rapidez del ataque le impidió reconocer a su agresor y, aunque herido, trató de perseguirle, a tiempo de verle desaparecer por la esquina que formaba la casa del doctor Server. Gritó pidiendo favor al Rey y que alguien detuviera al traidor, pero nadie acudió a tiempo para hacerlo, aunque sí para asistirle.

El primero en llegar hasta Pedro fue el cordonero Crisóstomo Feliu, de 30 años, que vivía en la primera casa de la calle San Agustín. «Llámenme a un confesor y un cirujano, por el amor de Dios», rogó Pedro, quien procuraba taponar con su mano izquierda la herida por donde le salía abundante sangre, mientras que con la derecha seguía agarrando con fuerza la capa que le había arrebatado al agresor.

Ya dentro de la casa de Feliu, el herido fue atendido por el cirujano Félix Machi, de 44 años, quien improvisó una cura tras reconocer la herida, producida por un arma blanca punzante y hoja triangulada, que afectaba el abdomen, a dos dedos del diafragma y con incisión transversal derecha. Su diagnóstico, según declararía más tarde, fue de muy grave.

Muchos vecinos se arremolinaron a la entrada de la vivienda de Feliu, comentando lo sucedido, hasta que llegó el gobernador (brigadier Fernando Pinacho) con su guardia, y ordenó que se retirasen a sus respectivas casas. También llegó hasta allí el teniente coronel Vergara, quien al enterarse del estado en que se hallaba Quesada, envió al sargento Pedro Juan Burgos con dos soldados a casa del sargento José Mataix, para que sustituyera a aquél en la guardia del portal de la Huerta durante esa noche.

Todavía no eran las diez cuando un piquete de soldados del regimiento de paisanos, a las órdenes del alférez Francisco Quesada (hermano del herido) y el ayudante José Palomares, salió de la ciudad en dirección al Moralet, donde se hallaba la heredad del boticario José Martínez. Pasaba la medianoche cuando llegaron a dicha heredad, en cuya casa encontraron al boticario, arrestándole de inmediato. Mientras los soldados registraban toda la finca, dos de ellos quedaron en el zaguán vigilando al detenido: Crisanto Mira, artesano de 30 años, y José García, chocolatero de 23. Eran las tres de la madrugada cuando Martínez, aprovechando que la puerta que unía el zaguán con el corral estaba solo entornada, se escapó por ella, corriendo entre la oscuridad. Mira y García fueron tras él, alertando con voces a sus compañeros. Registraron con ayuda de antorchas el corral, la caballeriza, el pajar, pero no encontraron al huido.

Pero, ¿por qué habían ido hasta allí a detener al boticario Martínez? ¿Era él quien había atacado unas horas antes al sargento Pedro Quesada en el centro de la ciudad?

Cuando tres meses antes se dio orden de que el portal de la Huerta fuese custodiado por la compañía compuesta por vecinos que vivían cerca de él, fue el sargento Pedro Quesada el responsable de nombrar a los soldados que debían turnarse en tal menester. Jaime Martínez, boticario residente en la calle de los Médicos, se enfadó mucho cuando se enteró de que su hijo José debía formar parte de aquella guardia porque, según él, los boticarios estaban exentos de prestar dicho servicio. Sin embargo, Pedro insistió en exigir que José Martínez cumpliera con su cometido como soldado, ya que el sargento mayor de la plaza había ordenado que todos los vecinos adultos estaban obligados a servir en el regimiento de paisanos.

A partir de entonces, cada vez que Pedro pasaba con los guardias delante de la casa de los Martínez, José se burlaba y mofaba de él a sus espaldas. Pedro se enteró de ello por su sobrino Vicente Boronat, de 19 años, soldado también y vecino de los Martínez.

Fue un día de las fiestas de la Asunción y de San Roque cuando Pedro se presentó en casa de los Martínez para afearle a José Martínez su comportamiento, pero no hallándole por estar en su hacienda, se quejó a su padre, Jaime, quien reaccionó airadamente llamándole mentiroso. Las palabras subieron de tono, enterándose todos los vecinos de la discusión, hasta que Pedro se marchó, pero antes le dijo que ya estaban advertidos y de que tenía suerte de ser un viejo, porque si no le cortaría el cuello con su alabarda.

Pocos días después, Boronat avisó a su tío de que un pariente de los Martínez, que comía o cenaba casi todos los días en su casa, llamado Vicente Crespo, podía tratar de atentar contra él.

El tal Crespo, albañil de oficio, tenía fama de bravucón porque solía jactarse de supuestas valentías de su mocedad, como la de haber cortado la cara a una mujer de Cartagena que vivía en el arrabal de San Francisco o ser uno de los que había excavado la mina que derruyó un torreón del castillo, haciendo que los ingleses se rindiesen el año anterior.

Pedro no hizo caso de la advertencia de su sobrino, ya que conocía a Crespo y le tenía por un baladrón que solo decía bravatas. Pero aquella noche en que fue herido, aunque no pudo reconocer a su agresor, estaba seguro de que se trataba del tal Crespo. Y como las desavenencias entre Quesada y los Martínez, así como la fama de Crespo, eran de dominio público, enseguida todos los alicantinos, autoridades incluidas, llegaron a la conclusión de que había sido Crespo, incitado por sus parientes boticarios, quien había atacado al sargento. Además, varios testigos reconocieron la capa arrebatada al criminal como la de Crespo. Y como no se hallaba éste en la ciudad cuando le buscaron, concluyeron que se había dado a la fuga. De ahí que marchara aquella misma noche una patrulla de soldados a la heredad que José Martínez tenía en el Moralet. Se sabía que el boticario estaba allí y se sospechaba que podía estar escondiendo a Crespo. Pero a éste no le encontraron y José terminó escapándose.

El 11 de septiembre, el gobernador ordenó a Juan Domingo Corsiniani, doctor en derecho civil y militar, y asesor y auditor de Guerra, que iniciara las diligencias judiciales, con asistencia del escribano Antonio Sureddo, para investigar y castigar el crimen cometido contra Pedro Quesada.

Hasta el 18 de octubre, Corsiniani tomó declaración a 14 testigos, todos ellos de oídas, pues ninguno vio realmente quién cometió el crimen, aunque todos señalaron a Crespo como el autor y a José Martínez como el inductor. También tomó declaración a Pedro Quesada, que permaneció en casa del cordonero Feliu hasta su total restablecimiento.

En enero del año siguiente, el gobernador recibió una carta de José Martínez, en la que se lamentaba del grave perjuicio que suponía para su familia y negocio el hallarse ausente de la ciudad, «con el motivo de que se me fulminaba proceso criminal por si había concurrido a la herida que se le dio á Pedro Quesada», siendo sin embargo inocente, y pidiendo se le indultase y permitiese regresar a su hogar, previo pago de 600 reales «por vía de servicio y donativo». Consultado Quesada, no solo no presentó querella contra Martínez, si no que dijo que se alegraría si pudiera éste volver a la ciudad.

José Martínez fue indultado el 31 de enero. De Vicente Crespo no volvió a saberse nada más.

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