Son las tres de la mañana y los cristales de mi salón vibran con los altavoces de la barraca. El sonido es tan colosal que no sólo se cuelan más de 90 decibelios -según la medición que estoy haciendo con un sonómetro cutre para móvil- dentro de la casa; los bajos del subwoofer alcanzan regiones auditivas que sólo me noto en los cambios de presión bajo el agua o cuando voy en un avión.

Están siendo unas Hogueras muy científicas. Como trabajo -porque son fiestas pero no es festivo- y paso bastante tiempo sobrio, he estado interactuando con los festeros que me he ido encontrando por la calle y con las autoridades que no he visto en ellas. Y he detectado muchos patrones comunes. Por ejemplo, cuando le llamas la atención a alguien por haber hecho algo que te molesta te suele contestar con mucho más cabreo del que tienes tú. Me acaba de pasar con el chaval al que le he pedido que se fuese a mear -no me salen ahora eufemismos cursis- a otro sitio en lugar de en mi portal. Me ha llamado "gafotas" y ha sugerido que estaba "mirándole mucho". También se enfadó mucho -a este sí que es verdad que le miré mucho rato- el señor que acababa de tirarme un petardo "valencianet" a los pies el pasado domingo. Se limitó a recordarme que "esto es Alicante en fiestas" y que "si no te gusta lo mejor es que te vayas".

También he comprobado que la Policía Local y la autonómica tienen mucho en común. Ambas tienen uno o varios equipos de sonometría para medir los abusos acústicos y ambas los guardan con celo durante los días que hay más abusos acústicos del año. El lunes siguiente ya lo tienen libre, me han dicho. El derecho de los vecinos a medir agresiones sonoras se puede ejercer todos los días del año, siempre cuando no sean fiestas y no haya agresiones sonoras.

La lógica es absurdo-demoníaca y lo mejor es huir. Quizá así empezó la Playa de San Juan como zona de segundas residencias. Pero de momento no puedo hacerle caso al señoret del racó y pagarme otro alquiler para que ellos demuelan a gusto la fachada de mi edificio sin que les moleste un vecino pesao.

Admito que estoy un poquito de los nervios y que necesito un abrazo. Buscando comprensión en internet he leído que el Síndic de Greuges ya le dijo al Ayuntamiento de Alicante que no está bien dificultar el uso del sonómetro durante los días que hay más ruido. Qué ingenuo el señor Cholbi; como si el ayuntamiento pintase algo en Hogueras. Durante estos días la democracia se abole y se impone una especie de ley dothraki que reparte el poder entre decenas de caudillos que moran en sus racós. El alcalde se limita a visitarles y a decirles lo bonito que lo tienen todo, que se acuerden de que él es también el concejal de Fiestas. Si alguien protesta, se levantan de sus tronos de cartón piedra y señalan con el dedo al traidor, declarándole enemigo de la más sacrosanta alicantinidad. "Esa gente no quiere a Alicante", dicen, envolviéndose en la bandera azul y blanca, el cabello ondulando como el pavimento de la Explanada.

Estadísticamente, creo que cerca de un tercio de la ciudad forma parte activa de la fiesta de Hogueras, por lo que el número de indecisos e indiferentes hacia los problemas de convivencia que generan las fiestas superará la mitad de la población. Por tanto, siempre pienso que es batalla perdida intentar hacer una llamada al orden.

Pero, a veces, cuando me levanto de la cama y me asomo a la ventana para consolar mi insomnio con la visión de todo un barrio celebrando la vida y el baile, me asalta la terrible duda de que quizá, sólo quizá, no seamos tan pocos quienes padecemos en silencio. Porque entre semana sólo veo a cuatro festeros -cuatro, literal: discjockey más tres- que se tambalean a las tres de la mañana ante el escenario que tapa, por cierto, la puerta de mi garaje durante una semana.

Si dejaran sus altavoces, sus petardos y sus tronos de cartón piedra para que pudiéramos hablar en igualdad de condiciones, podríamos replantear el formato de una fiesta que es disfuncional y que, admitámoslo, no genera un interés fuera de las fronteras de la provincia comparable al de otras festividades del estilo. Alegarán que las Hogueras dejan 60 millones de euros. Les invitaría a mirar cuánto ingresa Málaga por su feria, que aunque no está libre de quejas, obviamente, es capaz de separar el día de la noche llevándose la fiesta a un recinto ferial donde no molestan a nadie. El problema se queda en la mitad.

Aprovecharía para recordarles también que son la primera fuerza social de Alicante y que «un gran poder conlleva una gran responsabilidad», como dice Spiderman. Ser la imagen de la ciudad no es sólo llevar vistosos chalecos y tocados de fantasía, sino empeñarse también en que este desfile no se lleve a cabo por unas calles donde las capas de basura, podredumbre y meados se solapan irremediablemente año tras año haciendo de Alicante la tercera ciudad más sucia de España, sin que la falta de lluvia ayude a mejorar el puesto. Ser bandera y modelo de los valores locales debería ser comprometerse con todos los vecinos -no sólo con quienes roncan hasta la mascletà o votan a quien ellos recomiendan- y a hacer un uso intachable de la ciudad que mantenemos todos. Porque cualquiera no puede llevar la bandera de Alicante. Y si es así, entonces es la bandera la que no tiene ningún valor.

Porque esta fiesta, tal y como está planteada, agrede a una importantísima parte de la población cuya única opción es huir o someterse al abuso y la chulería de algunos festeros y a la inacción cómplice de las autoridades. Es una idea molesta, pero es real. Y hasta que Alicante no sea capaz de manejar sus instintos con sensatez, será una ciudad sólo para unos pocos y con muy poco atractivo para quienes no se hayan criado dentro de una barraca.