José Senabre entró en el Ayuntamiento con la cabeza gacha. Era casi mediodía del 11 de junio de 1763. El edificio era espléndido. Hacía tan solo tres años que había sido inaugurado y los alicantinos que entraban en él ocasionalmente todavía se admiraban de las amplias estancias y escalinatas que había en su interior. Sin embargo, José no se fijó en ningún detalle. Ascendió los escalones sin reparar con quien se cruzaba ni en los magníficos detalles arquitectónicos que adornaban la flamante Casa Consistorial. Su mirada permanecía caída cerca de sus pies, como si tuviera miedo a perder el paso en algún peldaño.

El ensimismamiento de José Senabre bebía de la fuente de la preocupación. Una preocupación que había ido aumentando durante los últimos meses, según fue comprobando, con creciente alarma, cómo su negocio iba de mal en peor. No es que no le salieran las cuentas; es que la situación amenazaba ruina. Y su última esperanza se hallaba detrás de una de aquellas puertas que había en el piso superior del Ayuntamiento. Tras abrirla, se encontró frente al regidor Tomás Biar, sentado al otro lado de una mesa que soportaba una escribanía de grandes proporciones y varias torres de legajos. Tomás levantó la cabeza y, al verle, sonrió. Aquella sonrisa tuvo la virtud de aliviar de repente la presión que José llevaba soportando permanentemente en su pecho desde hacía semanas.

Ciento treinta y siete días antes, el 25 de enero, el Ayuntamiento alicantino había comunicado a José por escrito, a través del escribano Juan Bautista Campos, la necesidad de que diese alojamiento temporal a nueve militares. Se trataba de una orden real que no afectaba directamente a José, pero que el Consistorio había desviado hacia él tras darse por enterado de la misma.

La orden no estaba firmada por su majestad en persona, pero no por ello perdía efectividad e importancia. Fechada en Madrid el 17 de diciembre del año anterior por Ricardo Vall y Devereux, marqués de Sarriá, teniente general de los Ejércitos y secretario de Estado de la Guerra, la orden comunicaba que «el Rey ha concedido licencia por seis meses á una partida de los Batallones de Marina, para establecer vandera en Alicante, á fin de reclutar gente voluntaria para ellos» y obligaba a la autoridades locales a facilitar «toda la asistencia que necesitare, y el alojamiento, vagages, y víveres que pidiere, pagándolo puntualmente á los precios corrientes, que assi es la Real voluntad de S.M.; y que por los Justicias le señale á esta Partida casa apropósito en que poner la vandera, y recoger los Reclutas».

Para dicho alojamiento, el justicia alicantino eligió el mesón que José Senabre poseía en la plaza del Mercado y que había heredado de su padre.

Por experiencias anteriores (no suyas, pero sí de su difunto padre) conocía José el riesgo que entrañaba arrendar habitaciones a militares, y más especialmente a gente de tropa, pero no tuvo más remedio que acatar la orden municipal, emanada de la firmada por el todopoderoso marqués de Sarriá.

Y a partir de entonces la vida de José fue convirtiéndose en un calvario jalonado de cruces cada vez más dolorosas.

La partida de marineros estaba compuesta por un cabo y ocho soldados, que José albergó en sus tres mejores estancias. También utilizaron una mesa arrinconada del comedor como lugar de trabajo, donde citaban o traían a los mozos que reclutaban para su bandera, muchos de ellos vagos y olvidados ya de su mocedad que decidían alistarse como último recurso para evitar la cárcel.

Muy pronto se convirtió aquel rincón en foco de pendencias y griterío, pues no eran pocas las veces que la bebida rebosaba los gaznates tanto de los reclutas como de los veteranos, que celebraban juntos o por separado el alistamiento, uniéndose muchas tardes y noches a la soldadesca tahúres que acudían para organizar timbas que solían terminar en peleas o, cuando menos, en chillidos y amenazas.

Por culpa de estas tropelías, casi cotidianas, huyeron los huéspedes que albergaba en el mesón antes de la llegada de los marineros, muchos de ellos clientes suyos y de su padre desde hacía años, que venían a su casa cada vez que visitaban Alicante; y los otros potenciales, los desconocidos que arribaban a la ciudad de nuevas, ni siquiera se acercaban a su mesón e iban a otros hospedajes de la competencia, aconsejados por quienes les habían transportado hasta aquí o avisados por la algarabía que oían salir desde su casa nada más llegar a la plaza.

En varias ocasiones pidió José al cabo que pusiera fin a tales actitudes tan perjudiciales para su negocio, haciéndole ver que, tan solo un mes después de que él y sus compañeros se alojaran en el mesón, ya no había más clientes que ellos. Pero el cabo, aunque las primeras veces atendió sus requerimientos de buenas maneras, no quiso o no pudo hacer nada para evitar que prosiguieran aquellas borracheras y trifulcas que tan mala fama acarreaban al negocio de José. Y ya las últimas veces hasta le daba la espalda sin prestarle atención o le respondía con algún gesto grosero.

Tan mala reputación empezó a adquirir su mesón, que hasta él mismo, pese a ser el propietario, pensó en enviar a su esposa e hijas a dormir a casa de unos parientes.

José ocupaba con su familia las habitaciones del segundo piso. Su mujer, Amelia, cocinaba y limpiaba, ayudada por su hija mayor, Carmen, que tenía 13 años; su hijo Vicente, de 11 años, hacía alguna labor con los animales en el corral y en el establo; y María, de 6 años, era aún demasiado pequeña para ayudar. Ocasionalmente solicitaba la colaboración de una vecina para realizar alguna tarea puntual de lavandería o cocina, pero durante la mayor parte del tiempo eran ellos, los miembros de la familia, dos adultos y dos niños, quienes hacían el trabajo cotidiano que requería el mesón.

Preocupado por el comportamiento tosco y hasta irrespetuoso de los soldados que hospedaban, y de los truhanes y prostitutas que por las tardes y noches merodeaban alrededor del mesón, molestos y amenazadores porque él les impedía la entrada, José decidió que su esposa y las dos niñas debían ir a pernoctar a otro sitio. Pero Amelia se resistió, aduciendo que no podía perder el tiempo yendo y viniendo a casa de su hermana todas las mañanas y noches.

A mayor abundamiento, resultó que el dinero que recibía por el alquiler de las tres habitaciones que tenía arrendadas a los marineros era escaso. Hasta que éstos llegaron, ganaba unos 128 pesos anuales, pero durante los últimos cinco meses apenas si había ingresado 40 pesos. Y esto era así porque, además de quedarse sin más clientela que la soldadesca, por el alquiler de sus tres mejores estancias tan solo recibía 30 pesos, un precio nada corriente, pese a lo que decía la orden real, ya que lo suyo sería que le pagaran 72 pesos, 24 por cada una. Así se lo hizo saber al superintendente en una carta que le remitió, luego de que el contador municipal, Antonio Fajardo, le denegase su justo valor. Aprovechó además dicha carta para lamentarse del grave perjuicio que sufría su mesón con la estancia de los soldados, debido a sus peleas y rencillas: «(?) y entre aquellos y los concurrentes, por hermanarse mal el petulante y desembarazado modo de dichos soldados y con los que aquel acuden, cuya opinion no solo servía á las familias de señoras forasteras, que regularmente huyen el roze y trato con soldados, si tambien a los hombres de forma que se ve dicho Meson quan abandonado», por lo que suplicaba que le pagaran un precio justo o «de lo contrario, mandar a dichos soldados desocupen sus respectivas abitaciones y se les coloque adonde les paresca la muy Ilustre Ciudad».

A requerimiento del superintendente, el 29 de abril el corregidor alicantino había pedido un informe sobre el asunto en cuestión a la Junta de Propios y Arbitrios, la cual solicitó a su vez otro al regidor Tomás Biar. El 20 de mayo, éste propuso regular el alquiler de las tres habitaciones con 42 pesos más, accediendo así a lo reclamado por el dueño del mesón.

La Junta de Propios y Arbitrios había vuelto a reunirse esta misma mañana, 11 de junio, y, por la sonrisa que le ofrecía el regidor Biar, José adivinó que había sido aceptada su propuesta. Aunque la reputación del mesón quedaría gravemente dañada, al menos el perjuicio económico ya no sería tan importante, pensó.

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