Jaime dejó los punzones en la caja de la galera y levantó la mirada al cielo. Hizo un gesto de disgusto al ver las nubes que todavía lo encapotaban. Aunque ya no eran tan oscuras y parecía que empezaba a clarear por poniente, volvió a pensar que quizá sería mejor esperar a la tarde, o tal vez al día siguiente, para emprender el viaje. Pero, al bajar la mirada al carro y verlo lleno de materiales y herramientas, decidió arriesgarse.

Una semana atrás había trasladado a su familia y sus muebles a Orihuela. Ahora debía llevarse para allá la imprenta.

El carro de cuatro ruedas y tirado por cuatro acémilas era grande, pero la caja estaba ya repleta con el tesoro más preciado de Jaime: una prensa que había adquirido en Valencia hacía diez años, una platina forrada de bronce, un comodín donde guardaba los cajones con los tipos o piezas con formas de letras que había fabricado él mismo, un bidón de tinta, dos rollos de papel, una guillotina, un rodillo de paño para secar pruebas, otro rodillo de pasta para entintar, una galera, un tamborilete para palmear? Ya solo quedaban por cargar los instrumentos menos pesados, como las pinzas y la bruza.

Volvió a tocar la cubierta de la galera, hecha de un lienzo bastante fuerte, y rogó con un avemaría que fuera lo suficientemente resistente como para proteger su tesoro, en caso de que lloviera.

Después de que el carretero le ayudara a cargar los últimos utensilios, Jaime entró por última vez a la casa, para comprobar que no olvidaba nada.

Aquella casa había albergado su hogar y su taller durante el último lustro.

Jaime Mesnier llegó a Alicante en 1689, procedente de Játiva. Vino porque, a pesar de ser una ciudad comercial importante, en ella no había todavía ninguna imprenta y esperaba recibir ayuda municipal para instalarse aquí y desarrollar su actividad profesional. La ayuda fue exigua y la demanda nunca dejó de ser escasa, razón por la cual hubo de recurrir a la oferta de otras tareas complementarias, como la encuadernación y la venta de libros. Pero aun así los resultados fueron insuficientes para mantener a su familia e invertir en la compra de herramientas necesarias para mejorar su negocio.

Como había hecho en Játiva, aquí aceptó a dos aprendices y continuó enseñando a su hijo el arte tipográfico. Éste había empezado a ayudar a su padre siendo muy niño, barriendo el suelo, cargando agua y limpiando los moldes de la imprenta con la bruza. Poco a poco, Jaime fue instruyéndole en los conocimientos y operaciones relativos a la fabricación y al empleo de los caracteres impresos, empezando por la impresión, el grabado y la fundición.

Durante los últimos cinco años, Jaime mostró a su hijo con paciencia cómo debía realizarse la importante tarea de la composición, formando el conjunto de líneas, galeradas y páginas antes de la imposición. «Lo primero que debe hacerse es limpiar bien la caja donde va a hacerse el molde, humedeciéndola ligeramente para hacerla más manejable. Luego, copiando el original que debe reproducirse, tomarás los tipos de letras que formarán cada palabra, evitando que se te caigan. Para ello, cada tomada no debe sobrepasar jamás el dedo pulgar de tu mano izquierda. Después lo vas colocando en la caja, procurando no equivocarte, ni llenarla demasiado, para que la letra no quede apretada». A pesar de que estas instrucciones se las repitió durante mucho tiempo casi a diario, no fueron pocas las veces en que al principio Jaime encontraba erratas en las galeradas hechas por su hijo. Incluso hubo un día en el que se le cayeron al suelo dos tipos, rompiéndose uno de ellos. «La distribución requiere gran cuidado -insistió Jaime-. Es preferible tardar un poco más y ahorrar en estropicios o erratas. Ten siempre presente que se pierde más tiempo en corregir una prueba sucia que el que pueda ganarse distribuyendo mal y con rapidez».

No empezó a enseñarle cómo entintar y prensar hasta hacía unos pocos meses. Una enseñanza que proseguiría en Orihuela, donde el chico le esperaba con su madre y hermanas.

Había esperado hasta entonces porque el entintado y el prensado eran las faenas más delicadas y de mayor esfuerzo. La aplicación de la tinta sobre los moldes o formas y la colocación de éstos en la platina de la prensa requería tanta destreza como fuerza. Para que la tinta se transfiriera desde la plancha a la página de papel, había que ejercer suficiente presión, y después había que levantar la platina para colocar el siguiente molde. Era una operación lenta y costosa. Por suerte, su prensa contaba con unos muelles que servían para levantar la platina con más facilidad y rapidez.

Jaime salió de la casa y se subió a la galera, que se puso en marcha enseguida, enfilando el camino de Elche. Lloviznó durante unos minutos, pero el cielo fue abriéndose paulatinamente y a media mañana el sol empezó a asomarse por entre las últimas nubes.

Era 1694, un año fatídico para la ciudad de Alicante, que quedó prácticamente abandonada por culpa de varios terremotos que causaron más alarma que destrozos, pues todavía no se había recuperado del bombardeo infringido por la armada francesa tres años atrás y la mayoría de los edificios aún estaban sin reconstruir.

Si cuando Jaime llegó en 1689 la ciudad contaba con unos 5.500 habitantes, ahora, cinco años más tarde, apenas si llegaban a los 3.000. En este tiempo lo único que había crecido en Alicante era el número de campanas, y solo en una: la que se había puesto en el campanario de la colegiata de San Nicolás, regalada por la agustina sor Margarita de Cortona y Bellón de Cañizares.

En Alicante no se editaron incunables porque la aparición de la imprenta en la ciudad fue muy tardía.

Durante mucho tiempo varias ciudades españolas rivalizaron en cuanto a cuál de ellas fue la primera en contar con una imprenta. Hasta hace unos años se tenía por cierto que la más antigua de las imprentas españolas fue abierta en Zaragoza en 1473, seguida de otra que empezó a funcionar en Valencia en 1474. Actualmente, sin embargo, se asegura que la primera fue la que el obispo de Segovia hizo instalar en esta ciudad en 1472.

Además de estas tres, otras 21 ciudades españoles tuvieron una imprenta antes de finalizar el siglo XV. Entre ellas, Murcia (1497). En Madrid no se abrió la primera imprenta hasta 1567.

En Orihuela se hizo la primera impresión en 1602: «Synodus Oriolana Secunda», del obispo Esteve.

Y en Alicante, como hemos visto, no hubo una tipografía hasta 1689, año en que llegó Jaime Mesnier e imprimió la «Oración fúnebre, en la Muerte y Exequias, de la Reyna de España, N. Señora, Doña María Luisa de Borbón, que celebró la muy Noble y muy Leal, y muy Ilustre Ciudad de Origüela», del padre Isidro Sala.

Mesnier marchó a Orihuela en 1694 en busca de clientela y, más tarde, acabó estableciéndose en Murcia.

Durante casi dos décadas Alicante volvió a quedarse sin imprenta. Hasta que otro tipógrafo, Claudio Pagés, se instaló en la ciudad en 1713, imprimiendo «Canónica demostración», de Isidoro Gutiérrez. Pero solo estuvo un año.

Según el presbítero e investigador histórico Isidro Albert, a lo largo de la primera mitad del Setecientos abrieron sus establecimientos en Alicante otros tres impresores: Andrés Clemente (1715-1724), al que sustituyeron su viuda y herederos (1724-1731), Nicolás Carratalá (1737-1766) y José Villagordo y Alcázar (1750).

Albert catalogó 32 obras impresas en Alicante entre 1689 y 1750, que han sobrevivido hasta nuestros días. De ellas, 19 son de carácter religioso y el resto son folletos fiscales o comerciales.

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