Mariana Jover Pérez nació en Novelda en 1859. Su padre, Ramón Jover García, era comerciante de azafrán y cereales. Viajaba frecuentemente a Argelia, donde estaba su principal mercado.

Cuando murió su madre, por ser la mayor de los hijos, Mariana se quedó a cargo de sus cinco hermanas y su hermano.

En la casa se vivía un ambiente muy religioso. Su tío Pascual Ramírez era canónigo de Murcia y otro tío suyo, Gaspar Azorín, marido de Eulogia Abad, de hacendada familia, era pariente del secretario del Obispo oriolano. Ella misma solía tocar el órgano en la iglesia. Incluso su novio de jovencita, Jaime Serrano, se hizo sacerdote y marchó de misionero al extranjero.

Nada de extraño tuvo, pues, que ya con 21 años decidiera profesar como monja. «No profesé por estar desengañada de la vida mundana, no, sino porque sentía verdadera vocación», recordaría muchos años después.

Sus tíos ofrecieron pagarle la dote, pero no hizo falta porque Mariana ingresó como monja de obediencia en el convento de las Agustinas de Alicante. «Unos días antes, un buen chico, labrador acomodado, vino a pedir mi mano, pero yo preferí ser esposa de Dios Nuestro Señor».

La profesó Joaquín García, arcipreste de la colegiata de San Nicolás, y la apadrinaron Lorenzo y Teresa Rodríguez (esposa de don Federico Guardiola Forgas, de distinguida familia alicantina), quienes le enviaron con cierta periodicidad mantas y manjares que quedaron siempre a beneficio de la comunidad.

Cuando ella ingresó en el convento alicantino de las agustinas, más conocidas popularmente como monjas de la Sangre (porque el edificio en el que residían estaba junto a la antigua casa de los Rojas, donde se hallaba antaño la sede de la Cofradía de los Hermanos de la Sangre, encargados de asistir durante las últimas 24 horas a los condenados a muerte), había 27 monjas enclaustradas. Con ella, 28. Siete eran de obediencia y 21 de coro. Las de obediencia, como Mariana, no necesitaban entregar dote porque entraban para trabajar en la dulcería, mientras que las de coro, dedicadas tan solo a la vida contemplativa, debían pagar 15.000 reales. La priora era oriolana y se llamaba María Teresa Aguilar.

Además de hacer dulces (la mayoría de los cuales se cocinaban por encargo), Mariana se dedicó a la costura. Y así, cocinando y cosiendo, pasó 51 años enclaustrada en el convento, sin pisar la calle ni una sola vez, viviendo una existencia monótona y tranquila, solo perturbada por algún que otro suceso esporádico, protagonizado por alguna de sus compañeras. Como sor Encarnación, la novicia que sería conocida popularmente en Alicante como La Mala Peli, quien increpaba sin cesar a todas las hermanas porque anhelaba abandonar el convento, escapar de la comunidad. Fue recluida en el manicomio de Elda, pero regresó al convento, haciéndose cargo de la portería. En 1901 se fue definitivamente y, según noticias que le llegaron a Mariana, trabajaba desde entonces como enfermera en el hospital de Alicante.

En 1931 eran 33 las monjas que vivían en el convento y las novicias que profesaban como monjas de coro debían entregar una dote de 20.000 reales. Tan antiguas como ella quedaban todavía unas pocas: sor Dolores, sor Milagros, sor Teresa Llopis, que era de Villajoyosa, y sor Dolores Almiñana, que era la priora, natural de Alicante y emparentada con Enrique Ferré, antiguo secretario y concejal del Ayuntamiento. Pero la mayoría eran monjas mucho menos antiguas que ella y mucho más jóvenes, que no sabían nada de ella ni querían saberlo. Para éstas, Mariana suponía una molestia, un estorbo inservible que mejor era tener arrinconado noche y día en su celda. «Me han encerrado meses enteros, sin dejarme salir ni a oír misa. Me han dado mil porquerías, hasta cloroformo», para dormirla, se lamentaría Mariana.

La portera llevaba a su celda cada mañana una palangana con agua de mar para que se lavara. Pero, cierto día, Mariana notó que en el agua había medio disueltos unos polvos que, al llevárselos a la cara, la dejaron ciega casi de inmediato. «¡Ay, Mariana, te has quedat séga! Es preferible que te müigues pa que no me obliguen a fer mes porqueríes en tú», le advirtió la portera.

Ciega y casi sorda, Mariana quedó confinada en su celda, hasta el lunes 11 de mayo de 1931.

Hacia las siete de la tarde de aquel día, como un eco de lo sucedido en Madrid, se inició en Alicante una revuelta anticlerical que tuvo como primera víctima la residencia de los jesuitas. Después de destrozar y saquear este edificio, los exaltados asaltaron el resto de los conventos y colegios religiosos de la ciudad, así como la casa del Obispo, y la redacción y talleres del diario católico «La Voz de Levante». Hasta 19 establecimientos religiosos alicantinos fueron destrozados o incendiados antes de que amaneciera el día siguiente.

El segundo convento en ser asaltado fue el de las agustinas, muy próximo a la residencia de los jesuitas. Las monjas huyeron corriendo por la calle Montengon buscando refugio en casas particulares y dejando encerrada en su celda a sor Mariana.

El periódico vespertino y liberal «El Día» (cuyo director, Juan Sansano, abrazaría la extrema derecha ideológica tras la quema de conventos), al relatar los sucesos de aquel lunes funesto, informó de que los asaltantes del convento de las agustinas habían derribado violentamente la puerta de la celda donde estaba encerrada sor Mariana, de 82 años de edad, ciega, sorda e impedida, la cual murió poco después, en casa de una hermana suya que vivía en la plaza Quijano.

Pero lo cierto es que Mariana (que no tenía 82 años, sino 72) no murió aquel día.

Ciertamente alguien (probablemente alguno o algunos de quienes asaltaron el convento) condujo aquella tarde a Mariana hasta casa de su hermana Josefa, en el número 3 de la plaza de Quijano, tras encontrarla encerrada en su celda. Uno de sus sobrinos, Manuel Pastor Jover (propietario de un kiosco de prensa y tabaco situado en el paseo de los Mártires, frente a la Casa Carbonell), acudió a la redacción del diario «El Luchador» para desmentir la muerte de su tía.

Interesado en la noticia, el redactor de El Luchador que firmaba sus artículos como El Detective de la Linterna y el fotógrafo Paquito Sánchez, acompañaron en la tarde del 14 de mayo (un mes justo después de la declaración de la República) a Manuel Pastor a casa de la madre de éste, donde se hallaba sor Mariana.

La monja recibió a los periodistas sentada en una mecedora y acompañada por su hermana y sobrinas. Manuel la obsequió con unas ensaimadas mantecosas y ella, agradecida, le recomendó que la próxima vez no gastase tanto en «bambas», ya que «les rollets morenets o els de aguardent, están torraets y costen menos».

Aunque hubo de levantar la voz, el reportero se hizo oír por la monja, que respondió amablemente a todas sus preguntas.

«Yo no debo decir nada. Amo a Dios y solo por Él he sufrido y sufriría cuanto fuera preciso (?). Es delicado contar al mundo lo que pasa en el claustro», contestó sor Mariana cuando se le preguntó si era expuesto protestar dentro del convento. Luego, ante la insistencia del periodista, dijo: «Cuando alguna tenía la "orza" metida, nos impedían llegar hasta rejas. Y nos encerraban si era preciso». «¿Y qué es eso de la "orza"?», inquirió el reportero. «Una víbora que se nos mete en el cuerpo y que necesitamos de medicación para expulsarla».

Ante esta respuesta, El Detective de la Linterna escribiría: «No comprendemos la explicación que se nos dá, ni intentamos tampoco mayor aclaración».

Pero las demás respuestas de sor Mariana fueron meridianas: Todavía sentía vocación; estaba contenta de haber abandonado su encierro y de estar junto a su familia; desearía que la llevaran a un oculista para ver si podía recobrar la vista?

«Quisimos llevarnos un recuerdo de la entrevista, que nos serviría de testimonio a la vez, y nos autorizó a que Sánchez disparara una placa de magnesio. Solo expresó un deseo previo: fotografiarse con el pequeño crucifijo que aprisionan sus manos», escribió el reportero al final de su artículo.

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