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Momentos de Alicante

¿Por qué no doblan las campanas?

¿Por qué no doblan las campanas?

Aquella mañana del mes de julio de 1823, Miguel Iribarren decidió comprobar con sus propios ojos la fuerza del enemigo que amenazaba la ciudad que estaba bajo su responsabilidad desde que el conde Valdecañas, comandante interino del octavo distrito, le nombrara comandante militar de Alicante.

Salió Iribarren de la ciudad al frente del batallón de Soria y de la única Compañía de Fusileros de voluntarios de la Milicia Nacional. Cerca ya de San Vicente del Raspeig, desde un pequeño alto, divisó acampado en la llanura al ejército que mandaba el general realista Samper. Los tres mil soldados de infantería realistas que allí vivaqueaban se le antojaron hormigas tornasoladas por el implacable sol veraniego, merced a los chacós de fieltro negó y las casacas turquesas de sus uniformes. Aunque mucho más le alarmaron los ochocientos jinetes que se prestaron a ir a su encuentro. Conocedor de la imposibilidad de hacerles frente por ser los suyos inferior en número y en armamento, Iribarren ordenó la retirada hacia la ciudad. Pero la ola dorada que formaban los coraceros pronto les dio alcance, todavía en un terreno demasiado desfavorable y a cierta distancia de las murallas.

Iribarren ordenó a los milicianos que se compenetraran con los soldados del batallón de Soria, formando un sólido cuadro azul turquí con ribetes granates. Así recibieron a la caballería realista, que galopaba hacia ellos como una manada de áureos centauros, cegándolos con el resplandor de sus cascos con cola de metal dorado y sus largas casacas de color amarillo limón. El encuentro fue duro y en la primera embestida de los coraceros realistas cayeron muchos nacionales y soldados de la guarnición alicantina. Pero lo peor estaba por llegar, pues la infantería del general Samper se acercaba a marchas forzadas. Por suerte, desde el castillo de Santa Bárbara advirtieron el peligro que corrían sus compañeros y no tardaron en salir varias compañías de nacionales a socorrerlos, encabezados por Bartolomé Arques y otros oficiales. Las fuerzas no tardaron pues en igualarse y los defensores de la plaza pudieron repeler a los coraceros y retirarse a intramuros, antes de la llegada de la infantería realista.

Miguel Iribarren fue sustituido pocos días más tarde, el 8 de agosto, por Joaquín de Pablo Chapalangarra, que entró en Alicante como nuevo comandante militar de la provincia al frente de mil hombres y acompañado por el coronel Antonio Fernández Bazán.

El mismo día de su llegada, Chapalangarra reunió a la junta auxiliar de defensa, para pedir que se le facilitasen 2.000 arrobas de harina con que alimentar a la guarnición, que carecía de víveres, y 400.000 reales en metálico, para equiparla debidamente, pues a la tropa le faltaba hasta el calzado. Fue breve su discurso, pero tan apasionado, que además de conseguir que la junta acordara por unanimidad abrir un nuevo empréstito de 681.000 reales, reanimó el espíritu de quienes le escuchaban, que acabaron vitoreándole entusiasmados.

Pero aquellos recursos que proporcionó la junta auxiliar de defensa se agotaron muy pronto y Chapalangarra, investido jefe político, además de comandante militar, tomó nuevas medidas que resultaron demasiado duras para algunas personas, especialmente las muy religiosas, aunque todas las acataron con respeto. Como la venta de las campanas de las iglesias a unos comerciantes genoveses, que las embarcaron enseguida para llevárselas a su tierra. Todos los templos y conventos sufrieron alguna pérdida campanil, aunque fue la iglesia de Santa María la más sacrificada: cuatro de las cinco campanas de su torre derecha fueron vendidas, siendo trasladada la quinta a la torre de la izquierda, para que hiciera compañía a la que allá había y mantener así un pequeño campanario.

Pese a las penalidades materiales y al cerco cada vez más estrecho, Chapalangarra no escamoteó esfuerzos para mantener elevado el ánimo de los alicantinos, celebrando cuantos festejos se sucedían en el calendario. Siguiendo sus indicaciones, el Ayuntamiento celebró aquel 24 de septiembre el aniversario de la promulgación de la Constitución, disponiendo la iluminación de las fachadas, un solemne oficio religioso en la colegial de San Nicolás y el desfile de bandas musicales por las calles, donde los balcones volvían a lucir las viejas guirindolas con las que fueron revestidos en la proclamación constitucional de 1812; y pocos días después, cuando el general José María Torrijos visitó la ciudad, burlando el asedio realista, camino de Cartagena, mandó Chapalangarra que se le ofreciera aquella noche una serenata a la que asistieron muchos alicantinos. Fue emocionante para la mayoría de ellos saludar personalmente a aquel héroe liberal, por quien sentían un gran respeto. Respeto que se trocó en profunda admiración cuando, unos años más tarde, a fines de 1831, se consumó su martirio en las playas malagueñas del Bulto, donde fue fusilado junto a 52 valientes y leales compañeros. Un martirio al que se le habían adelantado en un lustro y en tierras alicantinas dos de los hombres que aquella noche le saludaron: Antonio Fernández Bazán y Bartolomé Arques.

El 3 de octubre firmó Fernando VII un real decreto en el que ordenaba que se entregase Alicante a las tropas realistas y francesas, pero Chapalangarra se negó a obedecer tal traición. Durante los 33 días siguientes, aquel bravo comandante rechazó tanto las amables invitaciones que le hizo llegar por escrito Foulon de Done, coronel de las tropas francesas que ocupaban Elche, como las duras amenazas con que trató de amedrentarle el representante del duque de Angulema, el vizconde de Bonnemains, teniente general y comandante superior de la sexta división del ejército de los Pirineos, que llegaría unos días después a los alrededores de Alicante.

Orgullosos de la respuesta dada por Chapalangarra a los sitiadores, los alicantinos armados se esmeraron a porfía para resistir todo el tiempo que fuera preciso, convencidos de que muchas otras ciudades españolas ofrecerían la misma fortaleza. Pero estaban equivocados. Muy pocas fueron las plazas que aguantaron el acoso francés. La mayoría ni siquiera intentaron defenderse.

Un día después de que el pérfido monarca exigiera la rendición, Chapalangarra organizó una compañía de jóvenes voluntarios, que se unieron a los diez mil militares y al batallón de nacionales que defendían la ciudad. Tan nutrida tropa atrajo a un gran número de mujeres licenciosas, que acudieron a la plaza con la misma rapidez que las chinches al catre. Para impedir que infeccionaran a los soldados con las enfermedades que padecían, el comandante mandó que estas mujeres fueran expulsadas, siendo encerradas en el antiguo convento de los Capuchinos las que residían en Alicante. Esta orden fue verificada en la mañana del 6 de octubre, cuando 40 carros y galeras facilitados por el Ayuntamiento cargaron con aquellas desgraciadas hasta el encierro o el destierro, después de haber sido paseadas por las calles a tambor batiente y entre la algazara de la población, con las cejas afeitadas y las pestañas y cabelleras cortadas, para perder así la posible beldad que pudieran poseer.

Pero tan heroica resistencia hubo de acabar en los primeros días de noviembre. El hambre y la desesperación que padecía la población terminó convenciendo a Chapalangarra de lo inexorable de la capitulación, la cual se produjo el 6 de aquel mes. Cinco días más tarde, Joaquín de Pablo Chapalangarra embarcó rumbo a Gibraltar, acompañado de varios oficiales, entre los que estaban el coronel Bazán y Bartolomé Arques, así como los civiles que más habían destacado en la resistencia de la ciudad.

Al día siguiente, entró en la ciudad el ejército francés, encabezado por el vizconde de Bonnemains. Los soldados franceses no permanecieron en Alicante mucho tiempo y, durante su ocupación, cumplieron escrupulosamente las condiciones acordadas con Chapalangarra, respetando al vecindario. Sin embargo, antes de que transcurriera un mes desde la capitulación, la situación cambiaría con la misma brusquedad con que irrumpió el frío viento invernal, pese a estar todavía en otoño, sobrecogiendo a todos los alicantinos, especialmente a quienes amaban la libertad y la justicia. Pues el 5 de diciembre arribó el nuevo gobernador militar y corregidor que el gobierno absolutista envió como un castigo bíblico: el brigadier Pedro Fermín de Iriberry.

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