La pregunta del título es, a la vez, pertinente e impertinente. Impertinente porque obliga a algún tipo de declaración sobre convicciones que quizá afecten a la intimidad. Pertinente en cuanto que, en España, la cuestión religiosa ha estado profundamente imbricada con la esfera política y puede presumirse, aunque sea en parte incierto, que las críticas y hasta ataques a la Semana Santa han provenido, y provienen, de la izquierda. Hecha esta aclaración responderé inmediatamente que sí, que se puede. Yo soy un ejemplo. Y como llevo décadas dando explicaciones a amigos y conocidos sobre tan aparente anormalidad, no me importa repetirlas aquí, a la puerta misma de procesiones y otros tumultos del espíritu y de los cuerpos. También lo hago curándome en salud de lo que dirán algunos «de los míos», tan instalados en la afición a hacer gestos, confundiendo a veces lo que que no debe ser confundido y prestando eficaz ayuda, en la confusión, a la derecha, que sabrá sacar provecho del ruido que no permite escuchar los mensajes de cambio y renovación plausible. Lo hago, finalmente, porque me parece sano ejercicio intelectual, alegre enfrentamiento contra los prejuicios. Porque nada hay más tremendo que quedarse prisionero de algunas fidelidades literalmente administradas en lugar de dejarse invadir por la duda. Si tuviera que ser creyente en dogmas preferiría serlo en materia religiosa, por si acaso así me salvara, como predicó Pascal. No es el caso, pero que nadie espere que imparta dogmas contrarios. En el pasado, es sabido, liberalotes había que ostentosamente se reunían a comer carne los días de ayuno y abstinencia: una costumbre -un gesto- tan simpática como tonta. Porque Dios siempre da hambre al que no tiene pan. Y ojos y vigas y otras parábolas.

En realidad el primer equívoco parte de la idea de que sólo a las personas de izquierda debería no gustarles la Semana Santa, de lo que se sigue que todas las personas de derecha aman las celebraciones pasionales. Obviamente esto es una falacia que determina cualquier ulterior debate. Pero no deja de tener su razón de ser en cuanto que la modernidad española no llegó a conquistar una completa separación entre Iglesia y Estado; incluso la actual Constitución -por no hablar de los acuerdos con la Santa Sede- incluye un redactado ambiguo. Por eso la política aquí, muchas veces, fue un negociado de la religión. Y viceversa. En especial porque el cristianismo, como toda religión monoteísta, pretende apropiarse de la totalidad del espacio público y exige un respeto que no está dispuesto a otorgar verdaderamente a los que le critican. Los episodios de anticlericalismo no dejan de inscribirse en esa dinámica, como formas de recuperación de un espacio público idealizado o/y concreto. Sin llegar a antiguos, tristes y criminales episodios de sangre y fuego, ese anticlericalismo ha permeado, entre la razón y el resentimiento, las críticas de la izquierda a fenómenos en los que la religión se convertía en la palanca ideológica conservadora por antonomasia. Y las cosas no han cedido absolutamente: si bien la izquierda aprendió en la Transición a practicar la tolerancia y el ateísmo no fue mecha ni llama, el PP ha seguido delegando su política en materia de moral y costumbres en los dictados de la Iglesia, perseverante en su clericalismo. No es extraño que persista un clima de enfado. Lo dejaré ahí.

Pero es un error capital por parte de la izquierda renunciar a la racionalidad en esta materia: la caída en la emotividad beneficia siempre a los sectores religiosos más reaccionarios, que son unos profesionales. La cosa se complica si tenemos en cuenta que la sociología de la religiosidad católica en España es muy compleja. Se cruza una teología de élites con otra populista, los hábitos tradicionales con el abandono de las creencias y, sobre todo, de las prácticas religiosas establecidas. Y todas esas expresiones están en inestable equilibrio.

¿Dónde ubicar la Semana Santa en ese magma? En un lugar incierto entre lo antiguo y lo nuevo. Pero, sobre todo, en el lugar del conflicto, porque la Semana Santa, aunque al observador superficial le parezca lo contrario, lleva cuatrocientos años acumulando y expresando las disyuntivas por las que ha atravesado el catolicismo, las contradicciones entre el poder eclesiástico y el civil, entre un pensamiento mágico y otro ilustrado, entre la Iglesia triunfante y la evangélica, entre los grupos de poder y las quejas de los más frágiles que, en ocasiones, sólo en este recinto multiforme y ambiguo encontraron formas líquidas de expresarse frente a las relaciones sólidas de la autoridad. Todo eso puede rastrearse en la historia y en la antropología de la fiesta semanasantera. Y todo eso está, de manera diversa y oscura, en sus actuales formas. Y bien digo fiesta, pues ésta es, sobre todo, ruptura de la cotidianeidad y nada revela mejor la ruptura que estas liturgias a menudo extravagantes, desbordadas, tan alejadas de los mandatos canónicos que requieren año tras año la exégesis de los maestros de ceremonias, de los Hermanos Mayores y de los obispos puestos en el brete de dictar Pregón. Todo esto es mucho más interesante que las rancias repeticiones de izquierdistas iletrados que se limitan a hablar de la cristianización de los primigenios rituales de la primavera. Es mucho más estimulante descubrir desorden donde el discurso oficial anuncia orden, encontrar oración donde otros sólo hallan escándalo y divertirse con los pecados a los que tales oraciones dan lugar, algo de lo que, por cierto, la institución eclesial siempre fue consciente: desde el siglo XVI, al menos, hay prevenciones y castigos para los que usaran rituales pasionales para la lujuria, la gula o la soberbia. Y para eso siguen sirviendo. A Dios gracias.

Y es que la Semana Santa tiene una larguísima historia. No es el lugar de apuntarla. Pero esa longitud no implica continuidad exacta. La supervivencia de la Semana Santa no se explica sin muchas rupturas en su tela de siglos: decenas de años sin celebraciones, alteraciones esenciales en las estéticas, cambios bruscos y dolorosos en la relación con los poderes. La Semana Santa no es sino «lo que ha llegado a ser». Esta Semana Santa, actual y distinta, es la que merece la pregunta sobre el gusto en la persona de izquierdas. Quizá si me hubieran preguntado en 1890 ó en 1930 ó en 1945 mi respuesta hubiera sido distinta; quizás hubiera abominado de la Semana Santa, de sus pompas y sus fastos. La Semana Santa actual, si se me permite la forma resumida de decirlo es, esencialmente, una fiesta democrática, contaminada de gustos medievalizantes o/y barroquizantes, que admite enormes dosis de increencia en sus participantes y que trata de ajustarse a fenómenos de reivindicación de un urbanismo historicista. Aparte hay casos de «fiestas fósiles», sobrecogedoras en su forma o deslumbrantes en su simbolismo, pero que no puedo comentar aquí.

En realidad no hay una Semana Santa propiamente «moderna». Más allá de algunos intentos fallidos por encontrar una estética contemporánea lo que vemos es una cierta estilización de la herencia barroca -algo muy apreciable en Andalucía- y, donde es posible -Zamora y sus influencias-, el rescate de una idealizada Edad Media en la que, por cierto, ni por asomo hubo ceremonias como las que ahora se «recrean». No me refiero sólo a los pasos, sino al conjunto de las procesiones, atavíos, juegos de luces y sombras, sonidos... Este hecho nos advierte sobre el ajuste de un fenómeno moderno a los gustos de la mayoría y nos previene ante algunas generalizaciones infundadas. Porque la gran paradoja consiste en que ese tono arcaizante es, precisamente, la mejor muestra de modernidad: la Semana Santa gusta porque sus protagonistas la imaginan intemporal, ajena al desencanto, perenne cumplidora de su inmutable promesa con la Historia, como los pasos que pasan y los ven los nietos como los vieron los abuelos y no hay más, que dijera Unamuno de las procesiones de Medina de Rioseco. Por supuesto esto es vana ambición en toda fiesta. Y traición a la realidad. Y esa dinámica es la que hace que la Semana Santa, como pocas celebraciones, precise de un entorno urbano adecuado -casi no hay rituales rurales-, en el que la belleza se confunda con sus juegos de volúmenes y sensaciones. Cada Semana Santa sólo es fiesta total en un «marco incomparable»: el suyo. Hay Semanas Santas -la de Sevilla, sin ir más lejos- que, ante todo, son un homenaje a la ciudad: la urbe es más «ella» que en ningún otro momento: abierta a la corriente de las velas y el incienso, a la batahola de la «bulla», al quejido de la saeta. Y en esa inconfesable nostalgia hay también una inesperada crítica a la evolución urbana: se diría que, por unos días, a veces, un barrio se restaura con la magia procesional: ¿no es eso la procesión de Santa Cruz en Alicante o la Semana Santa Marinera del valenciano Cabanyal? Para eso no hay que ser creyente religioso. Aunque, sin duda, muchos cofrades lo sean.

¿Pero qué es eso de la «fiesta democrática»? La Semana Santa ha atravesado muchos ciclos. Por resumir los cercanos: vivió un momento de esplendor en la postguerra, donde los brutales instintos del nacional-catolicismo impregnaron las celebraciones de piedad militarista e impostada, que fue diluyéndose en la misma medida en que esa religiosidad se fue ahogando en su propia soberbia cuando el Vaticano II fulminó algunas prácticas consideradas excesivas y la Iglesia redujo su cuota de legitimidad a la dictadura. Contra lo que algunos izquierdistas imaginan, los años finales del franquismo fueron una época muy mala para la Semana Santa, convertida en sangrante escaparate de contradicciones. Y, de manera casi milagrosa, fue la democracia la que devolvió vigor a la celebración. Y de ninguna manera como una reacción militante de las Hermandades contra el nuevo sistema político. Ni, tampoco, como mera recuperación ante la transfusión económica prestada por los nuevos gobernantes. Lo que hay que explicar, en todo caso, es porqué esos gobernantes -mayoritariamente de izquierdas tras las primeras elecciones municipales- decidieron ayudar. Creo que ante todo hubo miedo a la reiteración de los sucesos de la II República, plenos de mutuas provocaciones, innecesarias en la España de la «libertad sin ira». Pero más rastros podemos seguir.

En primer lugar porque en muchos lugares, hacia 1960, empezaron a aflorar aires de cambio en las propias Cofradías que, en algunos casos, convergieron con las tendencias postconciliares que, a su vez, se aproximarían a una izquierda en fase de acumulación de fuerzas para salir del franquismo. Quizá no alteraron el status de manera decisiva, pero impidieron que el fenómeno cofradiero llegara a la democracia como un todo compacto. A ello contribuyó, en algo, un taranconismo poco proclive a la religiosidad «excesivamente» tradicional. Muchos cofrades renunciaron a la hostilidad y a usar las fiestas pasionales para atacar: se gestaban las condiciones para un pacto urbano. En segundo lugar, la democracia abrió nuevas puertas a la sociabilidad y ésta pudo asentarse sin miedo ni excesiva urticaria en aparatos dependientes de lo eclesial -piénsese en las Hermandades originarias de colegios religiosos- pero que ya no causaban espanto con su rigor de días en blanco y negro y música mortecina. En muchos lugares a ello contribuyó un hecho fundamental: los ecos de la crisis de los 70 motivaron las cuadrillas de «hermanos costaleros», convertidos en los nuevos señores de la fiesta, celebrados por las cúpulas cofrades, imitados por doquier y capaces de incardinarse en nuevos fenómenos culturales socialmente difundidos. Recuerdo a un médico y antropólogo, costalero sevillano, explicándome con gracejo que Sevilla era la NBA del deporte religioso, con la afluencia de atléticos mozos, dispuestos a protagonizar gestas y records en sus interminables «chicotás» con la banda musical de marchas preparadas para la ocasión. La religiosidad costalera es cultura de masas, no tradicional, neo-barroquismo puro. Y con esos cambios en la sociabilidad, cambios en la identidad: todas las fiestas florecen ahora, en especial las susceptibles de engarzar con los fenómenos «autonómicos» que buscan generar compromisos estéticos. Y, por supuesto, la Semana Santa puede ser molesta para muchos, pero es menos invasiva de la tranquilidad que la mayoría de grandes fiestas: el rechazo puede ser ideológico, pero pocos muestran enfado porque afecten a su vida ordinaria. Ni siquiera es obligatorio ver «Quo Vadis?» en la tele.

No es que esta democracia semanasantera sea una democracia «perfecta». Pero es que ninguna lo es. Valga el hecho cierto de que los rituales generan adhesiones como nunca antes lo pudo soñar ni la Iglesia ni el desconfiado poder político. No son sólo los ciclos procesionales más arraigados: lo es el creciente universo de tamboradas, las imaginativas recreaciones medievalizantes desde Cáceres a Medina del Campo. Sin olvidar el turismo, lo que no es nuevo: Sevilla desde finales del siglo XIX y Málaga, Zamora o Valladolid desde 1910, aproximadamente, ya entendieron las procesiones como una manera de fomentar el comercio local. Hay mucha tontería en esto, pero lo dejaremos correr. Y, por supuesto, hay vestigios innecesarios del pasado, como la presencia de militares que, en muchos sitios, «gustan» y aportan gratuitamente vistosidad y bandas de música. Pero este es un fenómeno en retroceso: sólo marca de manera radical el Jueves Santo malagueño, la España de la OTAN y de las Fuerzas Armadas retribuidas no da para grandes gozos ni sombras.

Este es el panorama real que merece la pena abordar si uno se pregunta si la Semana Santa puede gustar a una persona de izquierdas. Yo nunca saldría en una procesión porque no soy católico y respeto demasiado a los creyentes como para usurparles su representación, aunque conozco casos muy bien razonados de ateos penitentes por razones familiares o sentimentales. En todo caso me molesta sobremanera los políticos en presidencias, con rostro compungido y merecido dolor de pies, para salir en las fotos -que existan cofrades que confundan ese exhibicionismo partidista con una muestra de simpatía no desdice el argumento, que sólo decae en lugares en los que las procesiones han rebasado su significado religioso por mor de ser significantes culturales autónomos-. En cambio no veo ningún problema en que un político acuda a un palco aunque, en general, yo prefiera un largo callejeo llevado de mi instinto.

La pregunta, volvamos al principio, puede ser tan necia como si se pregunta a un izquierdista si le gusta el Cristo de Velázquez, la Capilla Sixtina, la catedral de Chartres, una Cantata de Bach o el intenso misterio de una pintura paleolítica. Se me dirá que esos ejemplos lo son de buenas obras de arte... Claro: pero es que hay rituales pasionarios buenos o deleznables, desde el punto de vista estético; aunque no seré yo quien critique a quien se identifique con abominaciones de las gubias o de la organización procesional si es que uno es de ese pueblo y no hay Virgen más guapa que su Virgen. Ahora bien, si alguien se atreve a esbozar una crítica desde la autonomía moral pues que lo haga. Será divertido. Por ahora seguiré leyendo del asunto, tratando de comprender. Y viajando con ojos abiertos y espíritu abierto a la crítica. Merece la pena. Y si usted es de izquierdas y no le gusta la Semana Santa, pues nada, ya le gustará otra cosa. Y si es de derechas y no le gusta, pues lo mismo, faltaría más. A abrigarse y a comer torrijas, que ya estamos. Feliz primera luna llena de la primavera.