En 1894 la ciudad de Alicante se hallaba en pleno proceso de extensión. Tras el derribo de las murallas, venía produciéndose el ensanche urbano de manera paulatina y un tanto desordenada.

Hasta este año, un total de 7 fincas rústicas y 413 fincas urbanas habían quedado dentro de la zona del Ensanche. De estas últimas, 54 gozaban de una exención anual de impuestos por nueva construcción.

El 9 de febrero se realizaron enlaces entre varias calles céntricas y el 19 de diciembre se conectó Alfonso el Sabio con Doctor Gadea.

El principal encargado de vigilar el cumplimiento de las normas municipales en este proceso de ensanche urbano era el arquitecto José Guardiola Picó, quien además debía seguir con su cometido habitual de supervisión de las obras públicas y de situación general de los inmuebles. Entre los muchos trabajos que hubo de llevar a cabo en este año, citemos dos:

El 19 de mayo recomendó al alcalde, «con gran disgusto», cerrar las escuelas que había en el piso alto del Ayuntamiento, ya que, tras reconocer las cubiertas de las mismas debido a las goteras que sufrían, consideraba imprescindible su completa y urgente reconstrucción, pues de manera inminente «pudiera acontecer un accidente desgraciado que podría producir disgustos sin cuento».

Dos días después, en relación con las inundaciones que causaban las aguas que discurrían desde la falda del Benacantil, Guardiola le recordó al alcalde que «las calles de Jorge Juan, de Gravina, las de Niágara, Bendicho y del Marques están bajas de rasante y con la circunstancia de no existir una salida de buenas condiciones son causa de que siempre ocurrirá lo que se acaba de denunciar». El arquitecto municipal propuso abrir la calle Bendicho y elevar los rasantes de las calles citadas, para facilitar la salida de las aguas e inmundicias que afluían desde los barrios altos.

Precisamente el arquitecto Guardiola Picó era uno de los dos autores (el otro era el médico Esteban Sánchez Santana) de la «Memoria Higiénica», impresa en este mismo año en los talleres de Costa y Mira, situados en San Francisco, 28.

Gracias a esta publicación conocemos con bastante detalle cómo era Alicante en la última década del siglo XIX. Repasemos algunos datos:

La ciudad tenía unos 40.000 habitantes, que vivían en 4.344 edificios: 1.527 de un piso, 1.287 de dos, y 1.530 de tres o más plantas.

La mayoría de las casas de un solo piso estaban ubicadas en los barrios situados en la falda del Benacantil. Contaban con habitaciones muy reducidas, de escasa ventilación y pésimas condiciones de salubridad. La planta de estos edificios «no alcanza á 20 metros superficiales, carecen de pátios y las calles además de ser estrechas, vienen á ser una série de angostas escalinatas».

El alcantarillado era deficiente: «la red de alcantarillas no existe y las construidas no han obedecido á otra cosa que al deseo y afán de no tener en el interior de las casas los depósitos de materiales fecales, así se comprende que muchas de ellas no tengan salida».

Había 12 escuelas públicas de niños y 11 de niñas. Privadas había medio centenar. Y un instituto de segunda enseñanza.

Existían un matadero, levantado en 1867, y dos mercados: el construido en 1842 en la entrada de muelle de Levante, dividido en dos cuerpos y con fachadas a las calles de la Aduana, San Fernando y Explanada, que era insuficiente para albergar al creciente número de vendedores, muchos de los cuales colocaban sus tenderetes en las calles adyacentes; y el llamado de García Calamarte, en el Barrio Nuevo, de construcción más reciente pero que era poco visitado.

Eran tres los cuarteles que había en la ciudad: el de San Francisco, el de Wad-Ras y el del Carmen. Los dos últimos estaban en estado ruinoso.

Había dos hospitales (uno civil y otro militar), ambos en el barrio de San Antón; una Casa de Socorro, situada en la planta baja del Ayuntamiento; una Casa de Beneficencia (en el extremo norte del paseo Duque de la Victoria -Campoamor-, antiguo convento de Capuchinos); y dos asilos benéficos de reciente construcción: el destinado a los hijos de las cigarreras (al comienzo del paseo Duque de la Victoria) y el de las hermanitas de los pobres, en Benalúa.

Además de la de tabacos, había una fábrica de gas (Babel), dos de refinación de petróleo (La Británica, en la Cantera, y la de Fourcade y Gourtubay, situada entre la fábrica de gas y la estación de Murcia), una de aceite de orujo (Benalúa), una de conservas (más allá de la estación de Murcia), una de luz eléctrica en Alfonso el Sabio esquina Navas (cuyo servicio no podía contratar el Ayuntamiento por tener la exclusiva del alumbrado todavía la fábrica de gas), dos de aserrar maderas (en Maisonnave), dos de sacos y una de tejidos, varias de harinas, de chocolate y pastas (la más importante, de Román Bono, situada cerca de la estación de Madrid), dos de cerámica (camino de San Vicente) y numerosos tejares y alfarerías.

En el Teatro Principal se celebró este año una importante Exposición de Bellas Artes. Además, estaba el Teatro Polo, recién construido en Benalúa, con doble espectáculo de teatro y de circo; el también nuevo Teatro Circo, en la plaza de Balmes; y media docena de pequeños teatros, casi caseros.

El cementerio de San Blas estaba saturado y el de Tabarca en estado ruinoso. El alcalde pedáneo aprovechó que había en la isla una cuadrilla de albañiles de Torrevieja, para solicitar al alcalde Gadea ayuda económica para reparar el camposanto, pero fue el obispo quien donó cien pesetas para financiar las obras.

El edificio conocido como Casa del Rey servía de cárcel. A pesar de que estaba atestada, no dejaban de ingresar presos. En este año, el juzgado impuso 45 arrestos mayores y 103 menores.

Uno de los detenidos fue Antonio Najas, aguador de oficio pero que se dedicaba a «curar enfermos empleando los procedimientos y sistema propios de la doctrina espiritista», según informaba el alcalde al juez en un oficio fechado el 6 de junio. Resultó que el Najas «bajo el pretesto de revelaciones de los espíritus, había engañado á una muchacha joven, induciéndole á que habitara con él», único modo que tenía de sanar. La oriolana Rosario Pérez García, madre de la chica, no puso ningún inconveniente y la propia muchacha, Pilar Sarmiento Pérez, se conformó voluntariamente a vivir maritalmente con el curandero. Una vez detenidos el curandero y la madre por orden del alcalde, la chica reconoció que el Najas había abusado varias veces de ella, lo que fue corroborado por el médico Francisco Albero, razón por la cual quedaron aquellos en las celdas del Ayuntamiento, para ser puestos a disposición del juzgado.

Otro de los arrestados (varias veces seguidas) era José Monserrat Pérez, alias Caldera. Por estar enfermo fue trasladado al Hospital de San Juan de Dios, de donde fue expulsado el 8 de octubre «por insubordinado, pendenciero y dar de bofetadas á otro enfermo el día 5 del actual», según informó el director del hospital al alcalde, y éste al juez.

Un mes más tarde, este mismo juez ponía en conocimiento del alcalde las muchas quejas de vecinos que recibía sobre «algunos individuos de la Guardia municipal y expresamente contra el Cabo de la referida fuerza Andrés García Gil por invadir establecimientos de la exclusiva competencia de la autoridad judicial desahuciando á inquilinos y exigiendo el pago de cantidades á los deudores que no pueden satisfacerlas á sus legítimos dueños», lo que suponía una práctica abusiva que solo servía «á mezquinos intereses particulares». El alcalde agradeció al juez la información y le conminó a que denunciase a los guardias que se habían extralimitado en sus funciones, si tenía pruebas para ello.

Los vigilantes que se encargaban de la seguridad pública nocturna eran nombrados por el Ayuntamiento, pero pagados directamente por los vecinos. Los candidatos (licenciados del Ejército en su mayoría) debían presentar una instancia firmada por un número mínimo de vecinos (de la zona a vigilar), en la que se comprometían a pagarle cierta cantidad mensual (entre dos reales y cinco pesetas).

Una condición indispensable era que supieran leer y escribir. Francisco Lluch Ferrándiz, que presentó 78 firmas para vigilar entre las calles Sevilla y San Carlos, no cumplía este requisito, por lo que fue rechazada su instancia. Pero al final fue aceptado, tras recibir el alcalde una carta firmada por el vecino Juan Aquilina, que le decía:

«Mi distinguido amigo: Confiando en la oferta que V. me hizo de nombrar vigilante nocturno de la calle de Sevilla á la persona que yo le indicara (?), me permito recomendar á V. al dador Francisco Lluch y Ferrándiz, persona honradísima, licenciado en marina y de muy buenos antecedentes.»

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