Anochecía el martes 23 de febrero de 1904 cuando Antonio Martínez, inspector de labores de la fábrica de tabacos de Alicante, inspeccionaba el trabajo realizado durante ese día por la operaria Ramona Alberola en el taller conocido como Marca Grande.

Tras examinar con detenimiento los puros, Antonio reprendió a Ramona porque en uno de los paquetes los cigarros no estaban confeccionados con el tamaño ni el peso correspondientes. «A partir de mañana trabajarás en el taller de las clases comunes», ordenó Antonio.

Al oír estas palabras, Ramona recibió tal impresión que cayó al suelo presa de un repentino vahído.

Al ver en el suelo a su compañera, varias operarias se apresuraron a auxiliarla. En seguida corrió la noticia por toda la fábrica: la Ramona se había desvanecido tras ser degradada. Para cualquier operaria del taller de puros suponía un desmerecimiento de su trabajo el hecho de que se la enviara al de cigarrillos comunes y, en el caso de Ramona, este castigo se antojaba desproporcionado.

Pocos minutos después, mientras Ramona se recuperaba en la salita donde se hallaba el botiquín, unas quinientas cigarreras se reunieron en el patio. Varias entraron en el despacho del administrador de la fábrica para exigirle que levantara el castigo.

En previsión de lo que pudiera ocurrir, pues conocía muy bien la facilidad con que brotaba la furia entre las cigarreras cuando se reunían indignadas, el administrador telefoneó al gobernador civil interino, para contarle lo sucedido.

El gobernador interino, Ángel del Palacio, se trasladó inmediatamente a la fábrica de tabacos. Tras mantener una breve reunión con el administrador y el inspector de labores, recibió a una comisión de cigarreras, a la que comunicó la decisión que se había adoptado de levantar la corrección impuesta a Ramona Alberola.

A su salida del edificio, el gobernador Palacio fue aclamado por centenares de cigarreras.

Al día siguiente, Ramona ocupó su puesto en el taller de Marca Grande.

Este no es más que uno de los muchos ejemplos que se podrían citar sobre la solidaridad con que las cigarreras alicantinas actuaron durante las décadas que estuvo funcionando la Fábrica de Tabacos en la ciudad. Una solidaridad rápida y efectiva, que no siempre se limitaba a lo sucedido dentro de los muros de la fábrica.

Estas empleadas de la fábrica de tabacos (operarias, capatazas y maestras) eran conocidas popularmente como cigarreras. Solían empezar a trabajar muy jóvenes, por lo que casi todas eran analfabetas, y procedían de familias pobres que vivían en los barrios más humildes de Alicante, aunque también las había que se desplazaban a diario desde las poblaciones vecinas (había un sendero conocido como «el camí de les cigarreres» que cruzaba la huerta y llegaba hasta Campello).

La cigarrera alicantina, como la sevillana Carmen de Mérimée, tenía fama de poseer un carácter fuerte y resuelto. Un carácter que se ponía de manifiesto cuando se sentía agraviada.

Un ejemplo: A principios de 1885 empezó a correr entre las cigarreras alicantinas el rumor de que se iba a montar en la fábrica una máquina elaboradora de cigarros que acarrearía la pérdida de trabajo para muchas de ellas. Rumor que se convirtió en certeza cuando apareció tal noticia en la prensa alicantina, coincidiendo con la llegada a la ciudad de un tal señor Blasco, catalán que residía en Bélgica y que había visitado la fábrica.

El ánimo de las cigarreras fue soliviantándose conforme pasaban los días sin recibir información alguna sobre el asunto. Hasta que el 13 de marzo, a primera hora de la mañana, cinco mil operarias se amotinaron. Los empleados que no se sumaron al motín o que pretendieron calmar los ánimos fueron apedreados y huyeron. Se personó el gobernador civil con una comitiva, pero los gritos y silbidos con que fueron recibidos, además de algunas pedradas lanzadas por las ventanas de los talleres, hicieron que se retirasen prudentemente. Sin embargo, el tumulto se extendió a las calles cuando empezaron a llegar grupos de hombres (familiares de cigarreras), que se enfrentaron a los guardias civiles y de seguridad que rodeaban la fábrica. Se oyeron algunos disparos y arreciaron las pedradas.

Creyendo que los guardias civiles (muchos de ellos a caballo) iban a entrar en la fábrica, un grupo numeroso de cigarreras rompió la pared medianera con el Asilo de San Ildefonso, en busca de sus hijos y huir luego a sus casas. Pero no lo lograron al estar todas las bocacalles tomadas por la fuerza pública.

El ministro de Hacienda, Fernando Cos-Gayón, que se encontraba en la ciudad, se puso al frente de las autoridades locales y ordenó abrir uno de los patios de la fábrica. Una vez dentro, rodeado de guardias armados, se dirigió a voz en grito a las cigarreras para informarlas de que estaban equivocadas, que el tal Blasco había presentado, solo para su examen, un sistema de elaboración de cigarrillos a mano, y que las únicas máquinas que se había pensado aumentar eran las de picadura, con objeto de proporcionar mayor trabajo a las operarias. Pero añadió que, si no cesaba inmediatamente el desorden, se instalarían más máquinas y todas ellas serían despedidas.

El motín cesó y poco a poco las cigarreras y los guardias abandonaron la fábrica. Pero la reparación de los daños ocasionados durante el tumulto ascendió a diez mil duros.

Este carácter de las cigarreras alicantinas, en ocasiones excesivamente impetuoso e iracundo, llegó a provocar actuaciones tan violentas como reprobables.

Un ejemplo de actuación desmesurada y con consecuencias casi irreparables lo encontramos en lo sucesos acaecidos el 27 de agosto de 1888. A las siete de la mañana, el alboroto entre las operarias se propagó con asombrosa rapidez, convirtiéndose en un tumultuoso motín. El motivo principal era el bajo precio con el que se pretendía pagar la elaboración sumamente entretenida de una clase determinada de pitillos.

El inspector de labores que acudió a calmar los ánimos fue recibido con una descarga de improperios y una lluvia de objetos que le asustaron hasta el punto de que, temiendo seriamente por su vida, señaló a la maestra Carmen Espí como responsable, ya que era ella la que se llevaría un sobresueldo, a costa de bajar el precio que se les pagaría a las operarias.

Entre gritos y amenazas buscaron las cigarreras a Carmen Espí, hallándola escondida en una de las estancias reservadas para los jefes. Y allí mismo procedieron a escarmentarla, arrancándole los cabellos y el vestido. Tan brutal fue la paliza, que la maestra Espí estuvo a punto de perecer en el linchamiento. Solo la llegada de los guardias civiles lo evitó. Advertidas por los responsables de la fábrica, las autoridades locales mandaron a guardias civiles y militares para que sofocaran el motín de las cigarreras. Sin embargo, la desdichada Espí tardó en ser sacada en camilla porque sus soliviantadas compañeras amenazaban con impedirlo, a pesar de que el médico Cortés dijo que estaba tan grave, que fue avisado el vicario de la Misericordia para que le administrase la Extremaunción. Por fin fue llevada hasta un coche que se acercó a la plazoleta de la fábrica y llevada a la Casa de Socorro, escoltada por la Guardia Civil y bajo una lluvia de piedras.

Una semana después fue cerrada la fábrica de tabacos. Según La Tabacalera, el cierre se debía a unas reformas que debían hacerse en el edificio, pero tanto las autoridades locales como la prensa alicantina sospechaban que el motivo real era otro. Un motivo que quedó reflejado en el telegrama que el ministro de la Gobernación envió al gobernador civil. Después de afirmar que se interesaría en la pronta apertura de la fábrica, añadía: «(?) confiando en que todos los elementos de esa capital secundarán los esfuerzos de la compañía para establecer una rigurosa disciplina que evite se repitan los lamentables sucesos de días anteriores, cuya inevitable consecuencia sería la clausura de la fábrica».

Temiendo el cierre definitivo de la fábrica de tabacos, lo que supondría un gravísimo quebranto económico y social para la ciudad y varios de sus pueblos vecinos, el Ayuntamiento recurrió al Gobierno de Sagasta y los diez periódicos alicantinos que se editaban entonces iniciaron una campaña a favor de su apertura inmediata.

La reapertura se produjo con la amenaza de que la fábrica sería definitivamente cerrada si volvían a repetirse motines y hechos violentos por parte de las cigarreras. Pero ello no impidió que éstas siguieran siendo tan reivindicativas y solidarias como siempre. Así, en enero de 1918, cuando se produjeron varias manifestaciones multitudinarias en las calles alicantinas para protestar por la grave crisis de subsistencias, fueron las cigarreras quienes encabezaron dichas manifestaciones, en las que se produjeron graves enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.

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