El corregimiento y la alcaldía alicantinos fueron intervenidos por el Gobierno de Carlos III a finales de 1763.

Con arreglo a lo estipulado por los autos del Real Consejo de fecha 19 de septiembre y 8 de octubre de 1748, en relación con la toma de residencia en los pueblos de Señorío, Abolengo y Órdenes, el monarca comisionó el 26 de noviembre de 1763 al licenciado Antonio de Sobrecasas, para que residenciara a las principales autoridades locales alicantinas, dentro de un plan mucho más amplio de inspección general de los corregimientos y ayuntamientos del reino, debido a que muchos de ellos no actuaban con «la pureza que se requería», abusando de sus atribuciones.

El término jurídico residenciar se emplea para indicar la actuación de un juez cuando «toma cuenta a otro, o a otra persona que ha ejercido cargo público, de algo, especialmente de la conducta que en su desempeño ha observado», siendo la residencia el «proceso o autos formados a quien ha sido residenciado».

En el caso de la ciudad de Alicante, fueron residenciados todos los oficiales de Justicia, pero principalmente las dos autoridades más importantes: el gobernador-corregidor, cargo ocupado entonces por José Ladrón de Guevara, y el alcalde mayor, ostentado por Francisco Álvaro. A ellos se les ordenó desde la Corte que entregaran sus puestos al abogado Sobrecasas, y se pusieran a su completa disposición.

La pretensión era que la residencia de Sobrecasas fuera secreta, según consta en el escrito redactado por el escribano real José de Loredo, pero desde luego dejó de serlo a partir de que el Cabildo se diera por enterado de lo mandado por el monarca. La reunión en la que se leyó y se obedeció la orden real, confiriendo la posesión de juez de Residencia y corregidor interino a Antonio Sobrecasas, se celebró el 18 de diciembre de aquel año de 1763, en el salón de plenos del nuevo Ayuntamiento.

No resulta difícil imaginar el tenso ambiente que debió de reinar por aquellas fechas en los principales despachos y demás dependencias del Ayuntamiento alicantino, un edificio que terminó de ser construido solo tres años antes. Al fin y al cabo, Sobrecasas había llegado con plenos poderes para penalizar no solo a los residenciados, sino a cualesquiera otras personas a las que él exigiese información o colaboración y no se aviniesen a ello: «(?) mandamos á las Personas de quien entendiereis ser informado para mejor saber y averiguar la verdad vengan y parezcan ante vos á vuestros llamamientos, fueren y digan sus dichos y deposiciones á los plazos y solas penas que de nuestra parte les pusiereis», había ordenado por escrito el rey.

Siguiendo también las instrucciones recibidas, Sobrecasas contó como principales colaboradores con el escribano municipal y notario Juan Bautista Campos, que ejerció asimismo de alguacil, y el contador Juan Aguilar y Figueroa. Fueron los dos únicos alicantinos que gozaron de su plena confianza mientras duró su residencia en la ciudad.

Durante semanas, tanto el corregidor como el alcalde mayor y los tenientes de alcalde hubieron de presentarse ante el comisionado real, para presentarle cuentas acerca de todos los asuntos que habían atendido durante sus respectivos mandatos. Finalizados los autos, fueron enviados sin demora a la Corte, para que la Escribanía de Cámara realizase un pormenorizado análisis de los mismos y decidiese si la actuación de los residenciados era merecedora o no de alguna otra pena impuesta por Sobrecasas.

Pero sin duda fue la residencia del gobernador-corregidor la que más tiempo ocupó a Sobrecasas. Cumpliendo con lo ordenado por el rey, Ladrón de Guevara hubo de dar cuenta «de todos los negocios que en qualquiera manera se le huvieren cometido por el nuestro Consejo en el tiempo de su Gobierno», especialmente de aquellos asuntos en los que hubiera recogido dinero por multas o demás penas de justicia, en los que debía concretar «expresion de los reos y bienes que se les hubieren embargado, así capitales como pecuniarias», exhibiendo los recibos correspondientes.

Varios eran los decretos y pragmáticas de cuyo cumplimiento Sobrecasas debía de cerciorarse con especial cuidado, como «la pragmática que se promulgó sobre la conservacion de los Montes observándola en los que huviere en su Jurisdiccion sin exceder en manera alguna, y encargando despues su observancia al Governador electo de dicha Ciudad quien pierda por el mismo hecho de la contravencion y sin otra declaracion la tercera parte del salario que huviere de haver». A este respecto, el escribano municipal, Juan Bautista Campos, dio testimonio de los plantíos de montes que se habían llevado a cabo durante la gobernación de Ladrón de Guevara. El resultado era aceptable, pero la pena económica al gobernador (una tercera parte de su salario) no fue modificada.

Otras pragmáticas que Ladrón de Guevara hubo de hacer cumplir y que Sobrecasas supervisó estaban relacionadas con la prohibición de las armas de fuego, la reforma de trajes y lutos, «y la promulgada contra Gitanos en veinte y quatro de Mayo del año pasado de mil setecientos diez y siete».

Esta última era sumamente delicada en opinión de Sobrecasas, dada la situación legislativa que estaba atravesando el asunto gitano. Aquella pragmática ordenada por Felipe V había tratado de conseguir la asimilación de las etnias minoritarias en el reino de España estableciendo la obligación de los gitanos de residir en determinados lugares de los que no podrían desplazarse sin autorización de la justicia. Pero su fracaso supuso el endurecimiento de las penas por medio de la real cédula de 30 de octubre de 1745, que extendió la pena de muerte, reservada hasta entonces a los gitanos «acuadrillados» y sorprendidos con armas de fuego, a los «encontrados con armas o sin ellas fuera de los términos de su vecindario», siendo «lícito hacer sobre ellos armas y quitarlos la vida». Comoquiera que muchas autoridades locales hicieron caso omiso de aquella ley, pues la mayoría de los gitanos vivían pacíficamente avecindados y de manera cristiana, el 19 de julio de 1746 se dictó una provisión en la que se exceptuaba de la prisión a los que demostraran residir en los mismos pueblos durante más de diez años. Sin embargo, todo cambió el 30 de julio de 1749, cuando la Secretaría de Guerra ordenó la prisión general de los gitanos. Miles de ellos fueron encarcelados en toda España durante las siguientes semanas. Pero también esta represión fracasó ante la protesta generalizada de las autoridades locales y el 28 de octubre de aquel año se aprobó una instrucción que suavizó la anterior: «Su Majestad sólo ha querido desde el principio recoger los perniciosos y mal inclinados (?)». Carlos III, en este mismo año de 1763, había decretado el indulto general de gitanos, pero para apaciguar el ánimo de quienes pedían más mano dura contra esta etnia, ordenó que se vigilase el cumplimiento de aquella antigua pragmática de 1717.

Sobrecasas también tenía el encargo de comprobar si habían sido fielmente cumplidas por el gobernador alicantino las órdenes del Consejo sobre el aumento, cría y raza de caballos, así como el decreto que señalaba la forma de labrar las alhajas por parte de los plateros y la ordenanza sobre la aprehensión de desertores del 10 de septiembre de 1754.

Además, hubo de inspeccionar a conciencia las cuentas de Propios y Arbitrios desde enero de 1760, dando cumplida cuenta del resultado a la Contaduría de la Intendencia del Reino.

Y, por si fuera poco, hubo de asumir «los otros negocios cometidos á dicho Governador que no los huviere comenzado ó huviesen quedado pendientes ó que estuvieren actuando en ellos haviendo cesado en el uso de su oficio en el punto, y estado en que estuvieren los toméis sin los mas proseguír os los entreguen con relacion puntual firmada de su nombre y del escrivano ante quien huvieren pasado del estado en que quedaron tomando recivo para su resguardo, y siéndoos entregados con separacion de cada uno deis cuenta prontamente á los del nuestro Consejo para lo que se ordene lo que se deva executar».

Los gastos de la visita o residencia de Sobrecasas en Alicante fueron pagados por los residenciados, según estipulaba la orden real. Sus honorarios fueron sacados del dinero que se recaudó mediante penas y multas por incumplimiento de leyes y ordenanzas, quedando aún un importante saldo que fue remitido puntualmente a la Corte.

El 27 de enero de 1764 fue nombrado alcalde mayor de Alicante el arquitecto Antonio Fernando Calderón. No obstante, Ladrón de Guevara no salió tan mal parado de esta residencia supuestamente secreta, ya que continuó siendo gobernador hasta 1767.

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