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ENTREVISTA

«Hoy, cinco años después de la Primavera Árabe, quedan el paro, la represión y la pobreza»

Alba Rico y Olga Rodríguez reflexionarán este miércoles en la Sede de la UA sobre las revoluciones prodemocráticas

El filósofo Santiago Alba Rico, en imagen de archivo. información

Aprovechando el título de la charla de este miércoles en la sede de la UA, ¿qué queda hoy de la Primavera Árabe?

Quedan las causas de las revueltas: la represión, la corrupción, la pobreza, el paro. En estos días vemos cómo en Túnez, cuna de las revoluciones, se han reactivado las protestas en todo el país tras un suceso muy similar al que desencadenó la intifada de 2011: el suicidio de un joven en paro al que un acto de nepotismo había sacado de una lista de contratos públicos. En el resto de los países de la región es peor: continúan o vuelven las dictaduras, se multiplican las intervenciones extranjeras y las derivas sectarias ocultan el malestar de la mayoría social condenada, los más jóvenes.

Ahora que se cumplen cinco años del inicio de los movimientos en Oriente, ¿quienes serían los perdedores y ganadores de esas revoluciones?

Perdedores son los de siempre: los pueblos de la región, las mujeres, las minorías, todos los que en 2011 pedían dignidad social y democracia, devorados hoy -si no muertos o exiliados, como en Siria- por el nihilismo de las clases dirigentes y la pugna geoestratégica. En esta pugna sólo hay ganadores provisionales, y siempre a costa de los pueblos: Arabia Saudí e Irán, enfrentados entre sí; Rusia, empantanada en Siria, y el propio Bachar Al-Asad, que sigue resistiendo tras destruir su país.

¿Qué responsabilidad tiene Occidente en esa decepción?

Enorme. Tras apoyar todas las dictaduras de la región durante años, tanto la UE como los EE UU fueron incapaces de apoyar los movimientos populares. La intervención militar en Libia deformó el impulso original, la errática política en Siria contribuyó a enterrarlo. Han permitido que sus aliados en Oriente Próximo -Arabia Saudí y Turquía, sobre todo- impongan sus propias agendas en Siria o en Yemen, han alimentado el sectarismo en Iraq y han vendido armas a todos los países de la zona; en general han sacrificado, como siempre, la democracia y los derechos humanos a sus estrechos intereses -economía, inmigración, «estabilidad»-, sin comprender que sólo la democracia y los derechos humanos pueden garantizar la estabilidad.

Y desde Occidente, ¿qué consecuencias cree que ha tenido el fracaso de esas revoluciones?

En términos humanos, un aumento del número de refugiados. En términos sociales, un aumento de la islamofobia. La combinación de esos factores debería obligar a cuestionar tanto el papel «civilizatorio» de Europa como su relación con la democracia y los derechos humanos. Me temo que se está haciendo lo contrario.

¿Se mira desde aquí con otros ojos a los países árabes?

Durante unos meses, tras el estallido de la Primavera Árabe en 2011, la opinión pública occidental suspendió, y hasta volteó, los dominantes clichés arabófobos e islamófobos: se descubrió un mundo árabe joven, democrático, dinámico, que se parecía a «nosotros». Luego, tras la victoria en Túnez y Egipto de los islamistas moderados, se restablecieron, y con fuerza redoblada, los mismos moldes. Me temo que, cinco años después, la derrota de la democracia y la irrupción del Estado Islámico han reforzado, y de modo peligroso, el rechazo hacia los árabes y musulmanes en general.

En su opinión, ¿qué relación existe entre las revoluciones y la aparición del Estado Islámico?

Para mí muy clara. Gramsci afirmaba que «el fascismo es siempre el resultado de una revolución fallida». Sin dejar de recordar que, aunque hagan mucho daño, los yihadistas son muy pocos y que muchos de ellos son tan «occidentales» como nosotros, digamos que el Estado Islámico es el reverso tenebroso de una revolución positiva que implica a los mismos jóvenes que hace cinco años luchaban radicalmente por la democracia y hoy luchan radicalmente contra ella. No estamos ante una radicalización del Islam sino ante una islamización de la radicalidad en un mundo global postrevolucionario: la radicalidad como medio de rebelarse contra la «miseria vital». Nos guste o no, el Estado Islámico ofrece una forma perversa, violenta y nihilista, de empoderamiento a sectores muy jóvenes que se sienten humillados y a los que debería haber rehabilitado y empoderado la democracia y la justicia social.

¿Cree posible acabar con el Estado Islámico o se llega tarde?

El frente occidental lleva años actuando, pero en la mala dirección. Es el frente occidental el que alimentó a Al-Qaeda contra los soviéticos en Afganistán, el que lo introdujo en Iraq tras la invasión de 2003 y quien dio alas al Estado Islámico en Siria permitiendo que los países del Golfo, sus aliados, financiaran y armaran a los yihadistas. Para acabar con el Estado Islámico hay que involucrar a las poblaciones y esto implica la democratización de la región, lo que requiere un cambio de política exterior: no vender armas a Arabia Saudí, presionar a Israel y desactivar los sectarismos religiosos.

¿Cómo está Europa gestionando la crisis de refugiados?

No todos los países igualmente mal, pero todos mal, a espaldas de los convenios de derechos humanos y contra los principios que dicen defender. El caso de España es particularmente vergonzoso. Es triste esta idea de «reparto» y de «cuotas», pero es más triste pensar que, seis meses después de que el gobierno de Rajoy aceptara acoger 15.000 refugiados, sólo se han acogido? ¡19!

Pensemos en futuro. ¿Qué cree que quedará de la Primaveras Árabe en cinco años?

La memoria de la Primavera Árabe es imborrable y se reactivará en circunstancias parecidas. Es evidente, en todo caso, que las mismas causas producirán siempre los mismos efectos. Para que esos efectos sean causa, a su vez, de cambio y democratización son necesarias tres cosas: la integración política del islamismo moderado, el cese de las intervenciones militares extranjeras y una cooperación horizontal que deje a un lado la islamofobia.

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