Harlem, años 30. Un lugar resplandece cada noche en una ciudad sumida en la bancarrota, el desempleo y la depresión. Es el Savoy, el refugio donde vivir el swing, el balanceo que mece a la población americana y la saca de la desesperación del día a día. Sus porteros de esmoquin no filtran ni por clases ni razas, sólo piden etiqueta y 30 centavos por entrar, más 25 por bailar. Chaqueta y corbata, eso sí. A poder ser, zapatos bicolor, negros y blancos, o blancos y marrones, un guiño a la marca de la casa: en plena segregación racial y recesión económica, anglosajones y afroamericanos se citan, se invitan y se retan entre dos tormentas de bombos trepidantes y vientos nerviosos que se suceden en los dos escenarios del local. En la pista, calor entre pasos de jazz, cuerpos que se hablan tocándose con un lenguaje nuevo que construye su vocabulario noche a noche. Es el lindy hop, el baile en homenaje a la hazaña del piloto Charles Lindy Lindbergh que saltó (hop) de Nueva York a París en el monoplaza Spirit of St. Louis, que se ha convertido en el estilo principal para moverse con la música swing. Su élite de bailarines se concentra en una esquina de esta gigantesca sala de baile, conocida como el Cat's Corner. Usan la gramática del foxtrot, el blues y el charleston, pero rompen sus construcciones, manipulan con descaro sus normas, rematan el rigor de los pasos con acrobacias poderosas que se incrustan en el tempo como tildes en palabras agudas. Del ansia de evasión, de la coreografía de castas y colores de piel, nace un baile feliz de elegancia callejera, social, pero también de sociedad. Una identidad que también es remedio para lubricar el tránsito por los años más infames que ha conocido una generación.

Como si fuera un obús que decidiera estallar hoy tras permanacer semienterrado desde el periodo de entreguerras, el lindy hop ha esperado casi 90 años a que su público español estuviese listo para descubrirlo en el mismo contexto en que nació. Siete años después del crack especulador, y mientras el gobierno sigue buscando un new deal con el que reflotar el bienestar del país, ya hay miles de españoles que encuentran en el revival que vive el swing en el país la autenticidad, la comunicación y la alegría que se marchó hace años de la calle. Hablamos con la -pequeña pero floreciente- comunidad de hoppers que está difundiendo el mensaje del lindy hop en Alicante.

Laura Vicéns lleva tres sesiones con la escuela Spirit of Saint Louis y ya asegura que «la clase de lindy se ha convertido en mi momento favorito de la semana». De 33 años, esta estudiante en prácticas de auxiliar de enfermería cree que si el estilo que Frankie Manning convirtió en gimnasia entre los aullidos del Cat's Corner «se ha puesto bastante de moda», tiene mucho que ver «con la situación social». «Todo lo retro se lleva bastante -"ya hay anuncios de yogures y de financieras con música swing de fondo"-, pero es verdad que viene mucha gente con gustos que no tienen nada que ver. En la clase hay oficinistas, uno que trabaja en un banco, otro que va en plan hippie... Yo creo que es porque te olvidas de los problemas y estás todo el rato riéndote. Aquí nadie baila serio», asegura la joven poco antes de empezar la clase en la academia de baile In Situ de Alicante.

Pepe Ballester, profesor y fundador de Spirit of Saint Louis Alicante junto a su pareja Ana Candela, lleva dos años recibiendo gente en sus clases que quiere aprender a bailar lindy. «Normalmente la gente se engancha porque nos ve bailando en la calle, porque ha visto un vídeo o por el boca oído... Aunque esto nace a partir del crack del 29 y sí que hay una relación, yo creo que el interés viene no tanto por la situación económica sino porque la gente ahora intenta volver a cosas más sencillas, más básicas. No creo que para estar bien y contento haya que hacer cosas muy complicadas o muy caras. Y por la evasión, porque por el tipo de vida que llevamos necesitamos desconectar, aunque tengas trabajo. A lo mejor en los años 30 era porque no tenías curro y ahora es o porque no tienes trabajo, o porque tienes un jefe que te hace la vida imposible» cuenta este pionero alicantino.

Hace cuatro años, la comunidad de hoppers local la formaban tres parejas de bailarines veteranos y entusiastas del lindy hop sin formación y sin escuela. Hoy son ya más de 200 personas en toda la provincia, entre bailarines y músicos, que se asocian a varios locales y se reparten en tres escuelas diferenciadas, no sólo por municipio, sino también en algunos casos por filosofía. Si los ha visto ya bailar con sus boinas y sus zapatillas de lona en la playa del Postiguet, en la alcoyana Plaza de Dins o en la Plaza Mayor de Elda, sepa que la próxima vez probablemente serán muchos más.

Barcelona, más atenta que nadie a las tendencias, fue la primera ciudad española en contar con un lugar donde aprender a bailar lindy hop. Tras nacer en los años 20 como un hijo espídico del jazz, vivir su época dorada de big bands interraciales entre la seguda mitad de los años 30 y la primera de los 40 y languidecer en favor de los grupos de pequeño formato por la pujanza de géneros más individualistas como el bebop y el rock and roll durante los 50; el swing y su principal expresión bailada fueron redescubiertos durante los 80 y reinterpretados con discreción y mimo por los europeos nórdicos durante la última década del siglo pasado. Fue entonces cuando Lluís Villa fundó BallaSwing en la ciudad condal y los hoppers españoles tuvieron que dejar de viajar al extranjero para formarse en esta danza supuestamente extinta, aparentemente fácil y profundamente técnica. Desde allí irradió al resto del país. Madrid, Valencia, Vitoria. Y, desde hace dos años, Alicante.

Cuando «lindy hop» todavía sonaba a engendro entre indie y hip hop atascándose en la boca de un indocumentado, estos seis alicantinos estaban conociéndose y buscando la manera de sentar las bases de la primera escuela de este baile swing de la provincia. En 2012, ya se habían formado lo suficiente con maestros de todo el mundo para poder crear su propia academia y contagiar a unas decenas de bailarines con las vertientes del baile: el bicho del jitterbug, la sensualidad del balboa, las variaciones del west coast swing. Y del estilo de vida que, al final, hay detrás de la motivación hopper.

Luis Aldama y su pareja, María Grisalvo -conocida como T.T. en el mundillo- son los fundadores de la asociación cultural Lindy Hop Alicante, propietarios de su sede social en San Vicente -el Cat's Corner Swing House- y pioneros de la movida lindy local junto con los profesores de Spirit of Saint Louis Alicante y los hermanos Morales, Teresa y Javier. Empleados de día y de noche -hacen turnos en la delegación alicantina de una multinacional-, se organizan con dos profesores más para enseñar los trucos del bounce y el beat a los 60 socios de su agrupación. «La gente que no está en el paro está harta de echar más horas en el trabajo, pero vienen aquí y se olvidan de todo. Es imposible ver a gente sin sonreír en una clase de lindy», explica Luis.

No hay un perfil claro en el nuevo hopper -«somos gente de todas las edades y complexiones físicas; algunos saben bailar ya y otros empiezan siendo sordos de un pie»- más allá de la norma de casi todos los bailes sociales de pista: «la proporción de mujeres y hombres es de cuatro a uno. Si eres chico y quieres ligar, vente un día a una fiesta swing», comenta T.T. entre risas.

Noche de jueves en El Refugio, un garito de Sant Joan donde se esconde una asociación cultural dedicada al jazz y a toda su familia que colabora activamente con la comunidad lindy alicantina. Toca la Refugio Swing Band en combo pequeño: contrabajo, batería, piano y guitarra. Dani Barbieri, también miembro de Aguardiente Swing junto al contrabajista Humberto Corrales, está a las seis cuerdas. Bigotillo fino y apenas tres dedos sobre el mástil, como el gitano Django Reinhardt. Con 15 años dedicados en exclusiva al mundo del swing, Dani termina el concierto, pide fuego -«"foc me", como dicen en Mutxamel» - y con un quinto en la mano cuenta que las contrataciones que perdieron las bandas con los recortes en cultura -«hace diez años había administraciones que te pagaban viaje, alojamiento y el 80% del caché por irte a tocar a Galicia»- lo están compensando en parte gracias al revival del lindy hop. Actúa por todo el país y puede comparar. «No tiene nada que ver cómo bailaba la gente de Alicante hace dos años con cómo lo hace ahora».

Joaquín Vera y María J. Vicente tienen esa conexión indescifrable de las parejas que se entienden dentro y fuera de la sala de baile. Es fácil imaginarse a este joven treintañero de aire despistado y bohemio arrasar en la pista con sólo ver su juego de pies cuando adelanta el swing out, el giro que la follower sabe que tiene que hacer al interpretar una ligera presión en la mano, la posición de la pierna de su leader haciendo barrera y su hombro presionando el suyo en dirección contraria a la que seguía el paso anterior. Él sólo sonríe al final, cuando bordan un complicado aéreo trabajado entre jadeos. Al terminar, no se dicen nada, con palabras.

Cuentan sus adeptos que una de las razones del boom lindy es que redescubre a los ciudadanos del mundo 2.0, donde el cariño se mide en likes y el reconocimiento en retuits, el valor del lenguaje corporal, de una conversación educada y no verbal entre dos personas que conocen un código de movimientos. Y los huecos que quedan en él para rellenarlos con una jerga nueva, íntima y espontánea.

Ella lleva una falda por encima de las rodillas y él unos vaqueros demasiado anchos para los cánones del slim fit. Aunque no todos los hoppers de Alicante salpican detalles vintage en su vestimenta -y no todas las parejas son chico y chica, sino más bien leader y follower- al parecer, hay algo más que estilo en la elección del atuendo. «Yo necesito que la ropa me caiga para bailar lindy, necesito sentir el peso cuando hago el golpe hacia abajo», cuenta Elisabeth Monllor, profesora de lindy hop en Alcoy, coordinadora del grupo Little Black -tercera sociedad plenamente activa de la provincia- y única persona dedicada íntegramente al lindy hop de Alicante, en referencia al movimiento «engorilado», hacia tierra y primitivo que permite el swing entre bote y bote de pies. «Pero no tenemos un código de vestir, sería horrible obligar a la gente a que venga a las clases o a los clandestinos, a los bailes de calle, de una determinada manera».

No todo era del color de rosa de las paredes en el Savoy. La idea de que había cosas que los negros hacían mejor que los blancos picó hasta la épica a Chick Webb y a Beny Goodman: aún se habla sobre quién ganó la batalla de bandas que libraron para decidir quién era el verdadero rey de la sala. La versión oficial dice que hubo tablas; la extraoficial, que el desafiante, el clarinetista blanco, luchó dignamente por un liderazgo que no pudo arrebatarle al negro contrahecho que tenía que atornillar al suelo las cajas de su batería para que no salieran volando.

Alicante Lindy Hop y Spirit of Saint Louis también compiten por el liderazgo del movimiento en la provincia. Quién llegó primero es también una cuestión que tiene versiones oficiales y extraoficiales.

«Hay pique» admite Pepe, sonriendo y ante un café cerca del trabajo. «Pero es una competición sana», explica Luis fumando en la puerta de su local. Son una versión pacífica de la rivalidad de los dos jefes de la aldea dividida del cómic La gran zanja de Goscinny y Uderzo. Entre sus bases, late el deseo de que se cree un proyecto unificador, una especie de federación paraguas de hoppers alicantinos que agrupe -como hace MAD for Swing con los grupos de Madrid capital- no sólo a las tres asociaciones activas de lindy de la provincia, sino también al incipiente proyecto de Spirit of Saint Louis de Dénia, a las actividades de los también fundadores Nómadas del Swing que impulsaron los hermanos Morales y a todo lo que pueda surgir. «Al final vamos todos a lo mismo. Aquí, de lo único que se trata es de bailar», resume Joaquín.