No se tarda mucho en experimentar el cambio de atmósfera una vez traspasada la membrana que separa el mundo de los indigentes de la sociedad. Al poco de sentarse junto al mendigo, de hacer un esfuerzo por intentar ver el mundo con sus ojos, se percibe que aquí el tiempo tiene otra cadencia. Sobre un cartón, la vida se ralentiza y el paso de los viandantes forma una ráfaga de siluetas, una mancha de sombras que te rodean sin acercarse, que te observan a toda velocidad desde el otro lado de la mucosa que separa ambas realidades y delimita dónde termina la ciudad y dónde empieza el subsuelo.

Horas después, un turista de la pobreza concentrado ya puede caminar por el otro lado. La gente de la calle se ve borrosa, pero la gente que pide en la calle deja de ser una abstracción y se percibe nítida y real como una cara y un nombre. En esta estrecha franja hay muchas menos personas, pero no son pocas. Según sus propios habitantes, en Alicante hay cerca de dos mil indigentes viviendo en la calle.

Jose ha vuelto a cometer el error de ponerse un Lacoste para venir a pedir al rincón de Maisonnave donde coloca su cartel desde hace un año. De Úbeda y de 38 años, se ha puesto también el vaquero nuevo que se compró para ir al pueblo hace algunas semanas -«no hay pantalones de mi talla en el ropero del albergue», cuenta-. Va peinado y afeitado, y las gafas para la miopía no hacen sino rematar su aspecto de hijo soltero de viuda que acompaña a su madre a misa. «Ya sé que es raro pedir con ropa de marca, pero qué le hago. Es lo que tenía cuando me vine de Jaén».

Jose pide. Ayuda, comida, monedas, pero no es un sin techo. Cuenta que vive en casa de un amigo que le alquila un cuarto por 160 euros, que empezó a mendigar cuando se quedó sin dinero para seguir buscando trabajo. Come de lo que le dan y manda a casa -tiene mujer y un hijo en Úbeda- la parte que ahorra de los cerca de 20 euros que saca al día. Su cartel, su imagen y sus modales consiguen atraer la atención y la solidaridad de los del otro lado. Se parece mucho a uno de ellos.

Porque Jose se entrampó como tanta otra gente seducido por la idea de vivir en un chalet y hacer sus rutas -era comercial- llevando un coche potente. Ganaba entre 2.500 y 3.500 euros al mes, según las comisiones que le dejara la venta de productos de alimentación que llevaba su empresa. Poco después de firmar crédito e hipoteca, le despidieron. Debe 150.000 euros. «Me puse muy mal. Me quise quitar de en medio», dice con las cejas haciéndole dos triángulos sobre los párpados.

Su mujer y su niño creen que está buscándose la vida aquí en Alicante, «echando una hora aquí, otra allí» pero ignoran que son protagonistas del cartel de un mendigo. «Prefiero que estén engañados, que crean que estoy mejor de lo que estoy y de momento evitarles esa preocupación», cuenta, pidiendo que no haya fotos, mirando a su interlocutor como si temiera un golpe.

«Él gana más, claro. Por lo que pone, lo de "tengo un campeón de seis años, tal"... Eso impacta mucho a la gente», cuenta su compañero Javi, con quien se toma un café por la mañana, come en los soportales de la calle al mediodía -«una barra de pan, unas latas, lo que sea»- y pasa los ratos muertos del día. Su mensaje es más sencillo: «Soy de Madrid, tengo 44 años, no tengo ayuda y vivo en la calle. Por favor "ayúdenme"».

Las comillas no son casuales. Acepta de todo: comida, cigarrillos, dinero por supuesto, invitaciones a pensiones, a bocadillos, trabajos. Menos promesas. Eso no. Lleva 17 meses durmiendo en un cajero y, de todo lo que ha probado en este tiempo, es lo que más daño le hace. «Dame un trabajo, y verás como yo no fallo. Pero no me prometas nada... Las promesas... qué va. Hermano, he estado ocho años preso y sé lo que es la calle y la vida», explica. Está cansado de gente bienintencionada que se emociona con la historia del pobre y lo olvida al llegar a casa. A estas alturas de su vida, peor que no tener nada es tener falsas expectativas.

Él sabe que no inspira la ternura que transmite Jose de primeras. Quienes se paran a mirarles a través del cristal, quienes salen un segundo de la mancha para echarle un euro o traerles algo de comer, ven a Jose con cara de recién llegado al margen. A él sin embargo lo perciben más hecho a él, más al fondo, con media cara en penumbra y un brillo bucanero en la mirada. Pero él es Javi. Es lo que es, sin trampas en el cartón. «Podría poner que tengo hijos, como hace mucha gente, pero no lo hago. Es que no es verdad».

Por eso tiene que hacer más esfuerzos y cuidar los detalles. Saluda con mucha educación, se levanta corriendo de los portales si entra algún vecino. Se va cuando cree que es inoportuno. Cuida el vocabulario, trata de estar al día -« ¿sabíais que hay 342 desahucios diarios en España?», «la Castedo no tiene nada que hacer con dos imputaciones», «si no fuera por los 25.000 millones que le ha dado el Santander, El Corte Inglés no estaría aquí en Alicante»-, explica Javi.

Hay cosas, no obstante, que en sus circunstancias no tienen arreglo. «No me cogen para trabajar en los bares por los dientes. Se me han caído en los últimos dos años», asegura. Es más o menos el tiempo comprendido entre el accidente que cuenta que le dejó encamado ocho meses y el tiempo que lleva siendo inquilino de un Bankia. Su jefe, explica, ni lo tenía dado de alta ni le guardó el puesto de camarero. «Hay una denuncia puesta en un Juzgado de Madrid». Lo primero que hará «cuando recupere la pasta» es arreglarse la boca. De momento, subsiste con lo que le dan, con su talento para escanear las alteraciones de la mancha, con su vista para evaluar los movimientos y las oportunidades que se producen en el inframundo.

Son las ocho y media. El afterwork de los pobres es en un portal junto al Dialprix de la calle Alemania. Cuando baja la actividad comercial, se juntan cuatro o cinco para comentar el día y tomar algo. «Yo una coca-cola; al que le guste, una lata de cerveza», cuenta Jose. Marca distancias con los que beben alcohol. Los que beben alcohol, marcan distancias con los que piden para emborracharse.

Por lo que cuentan, también hay clases en el sótano: los pobres españoles están primero, luego los mendigos extranjeros. Al final, los borrachos y los yonkis. Por los cajeros de la avenida de Novelda, por fábricas abandonadas y casas ocupadas en San Blas, por los cajeros del centro, en los párkings y descampados cercanos al albergue municipal de transeúntes. En los «campamentos» del Benacantil y San Fernando. Los habitantes de este universo paralelo también se seleccionan, rechazan, juzgan y compiten. «En la calle nos conocemos todos», cuenta Javi, de pie, con la mochila puesta en el escalón donde Jose está sentado. Carlos se queda a un lado, junto a su carrito y al de Jose, con los brazos cruzados. Pedro, que acaba de llegar, está un poco más alejado, mirando calle abajo, como yéndose ya. Él sólo tiene un chándal.

Hay un competidor nuevo en la ciudad sumergida que los cuatro de Maisonnave no conocen. Se pone en Alfonso el Sabio con su cartón. «Cuando una persona toca fondo, se vuelve invisible. Yo te puedo ver. Que tengas un buen día. Gracias». Todos asienten. «Ese cartel es muy, muy bueno», admite el madrileño. «Es que es verdad, somos los olvidados, los invisibles. Pon eso en el titular» dice Carlos. «Las mitad de las personas de la ciudad nunca nos van a hacer caso porque no nos van a mirar ni siquiera. La otra mitad... Ayudan a veces, se calman durante cinco minutos», apunta el chico.

Entre los mendigos -no todos los que están en la calle piden, y no todos los que piden duermen al raso- cada uno «hace lo suyo». A un chaval como Carlos, de 26 años, rubio y de ojos entre verdes y marrones, no le queda «más remedio» que pedir de pie y hablar a la gente en su idioma si no quiere ser tomado por un guiri desgraciado que se gastó en copas el dinero de la Erasmus y perdió el avión de vuelta. Tiene tres hijos, una mujer y una casa sin nevera en Juan XXIII. «Pido alimentos que no se pongan en mal estado, para comer en máximo una semana. Es una mentalidad muy diferente a la que vosotros tenéis».

Busca trabajo, pero se dedica sólo a pedir. «Cuánta gente no tiene un taco así de currículums en su casa y no consigue nada. Si un día dejas de pedir, un día menos para poder pagar y poder comer, y vas el doble de agobiado. Yo voy a las oportunidades que son reales y que piden una persona con la titulación que tengo yo». Es, cuenta, ayudante de chofe.

Pedro también tiene el problema de los ojos claros. Tenía un letrero con su nacionalidad, pero cambió de técnica mendicante y ya no lo colocó de nuevo. Piensa en el del «invisible» y se lo replantea. Lleva un rotulador gordo en el bolsillo. «Voy a poner que soy español. Ni moro, ni búlgaro ni rumano. No voy a poner ni que soy de Murcia ni ná. Español y punto». Como no ganaba mucho solo con el letrero, le hizo caso a un señor que le dijo que pidiera de rodillas. Es, junto con Jose, el que más saca de la zona, «20 o 25 euros diarios». Un tipo de 48 años, con las zapatillas rotas por los lados por estar «ocho o diez horas al día» en doble genuflexión sublima la imagen del penitente que una parte de la sociedad quiere ver en un mendigo. Funciona. Aunque «hay gente que me dice que no me ponga así, que me levante».

«Detrás de cada cartel hay una historia, pero lo que pasa es que detrás de muchos lo que hay es un modo de vida. El 80% de lo que hay en la calle es mentira», cuenta Jose levantando el dedo. «Da rabia ver a gente que gana mucho más dinero que tú, pidiendo, cuando ya se ha gastado la paga». Echando mañana y tarde de lunes a sábado, es difícil no ser capaz de juntar al menos 400 euros al mes. Un sobresueldo para viejas en sillas de ruedas que tienen pensiones de viudedad, lisiados que cobran ayuda por discapacidad, hombres y mujeres que tienen la Renta Activa de Inserción para parados de larga duración (RAI). El «oficio más antiguo del mundo junto con la prostitución», cuenta Carlos, tiene también intrusos, estafadores y mafiosos que perjudican la imagen de quienes lo ejercen con convicción. Primera advertencia al visitante: no te creas nada de lo que se cuenta en la calle.

Son las diez. Los que tienen casa se despiden para coger el autobús. Los que no, emprenden el ritual nocturno. La cena, el rato en el parque, es el mejor momento del día para Pedro.

Deja «las herramientas de trabajo», la caja y el cartón de pedir, junto a la manta y el almohadón, debajo de la bancada de piedra con la que Soto cede el testigo a Gadea. Compra algo de comer en la panadería Grano de Mostaza, detrás del parque de Canalejas. Saca también una lata de cerveza de un 24 horas -«me tengo que beber dos cervezas para poderme dormir, tengo depresiones»-. Cena sentado en un banco. Mira a las chicas que pasan haciendo deporte, las luces del puerto, el muelle del Panoramis, donde un día cargaba gasoil y hielo en su barca.

Como marinero sacaba 4.000 euros al mes para él y para mantener su embarcación, «de ocho metros de eslora». Cuando se separó por segunda vez, se le «fue la cabeza». Se fue de fiesta dos meses, le dio todos sus ahorros a sus hijos, a los que hace ocho años que no ve. Lleva cinco en la calle, uno en Alicante. Tiene que ingresar todos los meses 60 euros para pagar una multa y una indemnización «por pegarle una paliza a un tío que me debía dinero y me lo encontré jugándoselo al póker». O cumple o va dos meses a la cárcel. A la mañana siguiente, un tipo dirá en las duchas del albergue que «se está de puta en Fontcalent». Y que ha salido en el periódico que ya hay algunos del tercer grado que están retrasando la fecha de salida porque no quieren volver.

El murciano que pide de rodillas no quiere juntarse con nadie. Cuenta que todos tienen miedo de decir cuánto sacan, que le han robado dos mantas mugrientas, que huele mal porque no se quita las zapatillas cuando duerme, por si acaso. Que con lo que él ganaba jamás se imagino que esto pudiera pasarle. Que le dicen a las señoras que le dan comida que se emborracha. Que le han metido mano mientras dormía, ofrecido dinero por dejarse hacer una felación. Que le duelen las piernas y que por la mañana no se siente mejor, que se le sale el líquido de la rodilla, pero que se regenera. Que en enero cumple los requisitos para que le den el RAI. Que en la calle no se aprende nada. Que él vive en «esta jungla», pero que quiere salir de ella. «Yo no soy de este mundo pero estoy en él».

Javi saca los cartones del quiosco de la ONCE y se prepara para dormir. Se acuesta con una navaja abierta, aunque sabe que la cámara del cajero también vela por su seguridad.

Ya está harto de los periodistas. «¿Tú te crees que esto va a hacer algo?, ¿Que la gente no nos conoce ya de Maisonnave? Estamos justo ahí delante, pero en los carteles piden dinero para África, igual que los del chaleco que paran a la gente. A la gente le importa un huevo. ¿Sabes lo que le importa a la gente? Ver Gran Hermano».

Las noches parecen lo más duro para alguien que sólo se tiene a sí mismo envuelto en sordidez. Los dolores de dentro, los pensamientos que por la mañana son gasolina se vuelven a estas horas incendio. Entre las causas del malestar no hay sorpresas: Paro. Deudas. Separaciones. Drogas y alcohol, en bastantes casos. Nada que, por otra parte, no salpique las cenas de Navidad de cualquier familia española. Con una diferencia: los habitantes del margen no tienen en quien apoyarse. Lo que ellos cuentan: Javi no se habla con sus hermanos. Jose no puede contar nada a su familia. Pedro se separó de dos mujeres, tres hijos y una nieta. Carlos tiene a su padre interno en un psiquiátrico y a su madre en las calles de Elche. Caer en el mismo vacío que amenaza a la gente normal, pero sin la red familiar que les rescata antes de que se hundan.

Como un buzo que habita en el fondo de un pantalán, la vida de los indigentes transcurre en un ambiente denso y lóbrego, en el que sólo se ve la peor parte de lo que flota en la superficie y se sobrevive de los restos que caen al agua. Un mundo casi inerte, asfixiante, donde en realidad uno está completamente solo aunque se tenga a otros cerca. Un lugar donde, si hay esperanza, hay que aprender a atesorarla como un demente, como quien contiene la respiración hasta la hora de ver cómo los últimos rayos doran el mar antes de que se funda el día.

«Estás tan apagado tantos días que vives en una negatividad constante. Cuando caes en el abismo de la mendicidad, sólo ves oscuridad. Ves egoísmo dentro de tí, dentro de la gente. No consigues que tu familia te escuche, que tus amigos te escuchen.., Y te pierdes tío, te pierdes», cuenta Carlos.

Javi quiere cumplir con lo apalabrado y está listo antes de que abra la sucursal del banco para conducir a los visitantes a lo más parecido a una capital que tiene el país de los pobres: el albergue de transeúntes.

Aunque sólo pueden dormir en él «quienes están incluidos en un programa de desintoxicación o tienen un trabajo», como cuenta Jose el de Cartagena, -un mendigo a media jornada que echa algunas horas en los domingos en un bar-, todos los sin techo pueden dormir en el centro seis días al año y usar sus instalaciones para ducharse, coger ropa y socializarse, ver la tele e incluso conectarse a internet.

La cola para asearse es punto de encuentro habitual para los vagabundos circunstanciales. Víctor, argentino de 47 años, separado, exoficial de artes gráficas y sin techo desde hace dos años, vive con José en el Renault Clio con el que este vecino de Ciudad Real de 60 años y con una deuda de 30.000 euros se vino hace un año a Alicante a ver si le salía algo en hostelería. Saludan a Javi y se citan para tomar un café de hornillo de gas donde el coche después de asearse en las -más que decentes- duchas del albergue.

Víctor va vestido como un chico joven. José un poco más raro con una camisa y unas zapatillas un poco rotas. El argentino fuma y prepara la cafetera, José se echa colonia y bromea con Javi. «Alicante tiene una particularidad, y es que no vas a pasar hambre. Te falta techo pero tienes comida que te hinchas. Te dan en Cáritas, en el Ejército de Salvación, donde los Capuchinos...». José le interrumpe. «Malcomer, vamos, pero sí. Un bocadillo con el pan de hace tres días». Parecen dos expertos en miseria cansados de los tópicos y del teatro callejero. «El que va comido de mierda es porque quiere. Las duchas abren domingos y festivos y en todos lados hay ropa», cuenta Víctor. Su compañero da fe. «Nosotros no vamos bien, pero nos cambiamos todos los días y no faltamos a la ducha. Que estés en la calle no quiere decir que estés dando pena». «Yo no pido dinero, yo tengo un cartel de "busco trabajo", y si me dan algo, pues vale». José no extiende la mano en el Mercado Central: sólo muestra su mensaje. Aparte, saca cinco euros todos los días por levantar y acostar a un señor que no puede moverse. Le manda algo a su mujer y a sus hijas, con las que habla todos los días con su móvil de siete euros del Cash Converters. Fue a verlas hace poco, cuando pasó la ITV del coche, ahorrando «euro a euro». Víctor tampoco pide. «Yo funciono con bienes, me agacho a coger colillas, pero no pido dinero. Tengo huevos para buscarme la vida, pero pedir es superior a mi». José se enciende un cigarro y mira al turista. «Unos días te levantas con moral, otros, hecho polvo». Su expresión es una colisión de rabia, timidez y vergüenza. «Por mi santa madre, yo te juro que salgo de ésta. No sé cómo, pero de ésta salgo».