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Un sueño hecho pesadilla

Europa pone más puertas y vallas al anhelo de la migración africana

Sentado en la puerta del Hospital de Nador, Baye Barham tiene una preocupación. No le inquieta el estado de su muñeca maltrecha ni las contusiones de sus costillas. Tampoco el frustrado intento de saltar la valla de Melilla o la rabia contra las fuerzas auxiliares marroquíes que le han golpeado tras su devolución en caliente. Lo que le obsesiona es el estado del compañero que permanece conmocionado y con fracturas en el centro sanitario. Un gesto humano que no sorprende al equipo de la Delegación Migratoria del Obispado de Tánger en Nador cuando trata de confortarle antes de retornar a las alturas del monte Gurugú.

La historia de Baye, un joven senegalés de 24 años, aficionado al baloncesto y que se maneja con soltura en español, se repite tras cada salto colectivo. Sus dudas y desesperanza, un capítulo más de una historia de personas escrita con sangre en este rincón del norte de África con vistas al sueño europeo que representa la ciudad de Melilla.

La fruta fresca que le ofrece una mano amiga abre la espita de la emoción. Hace cuatro años que dejó atrás su país y a los suyos y ahora la realidad le golpea. Volver a intentarlo o regresar. «Creo que tengo derecho a una vida, pero estoy perdiendo la fuerza de la juventud», murmura.

La encrucijada de este inmigrante no difiere mucho de la que han vivido las 7.472 personas que, según datos del Ministerio del Interior, fueron interceptadas en 2013 en las costas y ciudades de Ceuta y Melilla. Una cifra exigua si se compara con el total de llegada de 307.306 extranjeros a España ese año, pero que cobra dimensiones gigantescas a tenor de la alarma social y la movilización policial que despliega el programa Frontex de la Unión Europea.

El pasado 27 de agosto la comisaria europea de Interior, Cecilia Malström, anunciaba una nueva versión reforzada del programa, Frontex Plus. Con una lógica cuando menos peculiar, Malström reflexionaba sobre la operación Mare Nostrum, puesta en marcha por el Gobierno italiano tras la tragedia de Lampedusa, que se cobró 366 vidas. «La marina italiana ha rescatado a 100.000 personas. Es una operación nunca vista. El reverso trágico es que ha aumentado el tráfico desde la otra parte del Mediterráneo (...) porque existe la posibilidad de que se les rescate».

Frente a las cifras y estadísticas que sustentan la política migratoria de la UE y que alimentan la petición de fondos del Grupo Mediterráneo (los siete países de la frontera sur, entre ellos España), las ONG que trabajan a pie de valla manejan otros números y otras realidades.

«El lunes de la semana pasada entraron 37 subsaharianos heridos y el martes, 32», explica Sara, una joven marroquí que forma parte del equipo de seis personas de la Delegación Migratoria de Nador. En total 69 dramas humanos con nombre y apellido que equivalen a doce horas diarias de guardia en un hospital saturado, resolviendo emergencias, mediando con médicos, autoridades y pacientes y conteniendo las lágrimas que se derramarán a raudales al llegar extenuada a casa por la noche.

Tras la salida de Médicos Sin Fronteras de Nador, este pequeño grupo, liderado por el jesuita Estaban Velázquez, heredó en 2012 la responsabilidad de mitigar los rigores de la vida en el monte Gurugú y gestionar las crisis sanitarias tras los saltos a la valla y la consecuente represión de las fuerzas auxiliares marroquíes.

Mientras Velázquez planea construir un dispensario para atender a los heridos leves en un patio contiguo de la sede de la delegación, su mano derecha, Francisca, una monja canaria inmune al desaliento, provisiona comida, mantas, plásticos, ropa, zapatos, kits de higiene y medicamentos. La composición del botiquín habla por sí sola de la vida en el Gurugú y en las montañas de Zeluán. Cajas y cajas de Fortasec, Gelocatil, Primperán, Naproxeno, Ibuprofeno, Artilog, Traumadol, Enantyum, condones y anticonceptivos.

Como un David con toca, Francisca sube diariamente al Gurugú a repartir estos productos y a devolver algo de esperanza al millar de subsaharianos que se esconden en las alturas. Y diariamente también, el Goliat marroquí arrasa con todo en los campamentos improvisados, dejando un rastro de humo, cenizas y violencia a su paso.

Esta mañana, un pequeño grupo de jóvenes despistados la sorprende bajando por la carretera de Beni Enzar, lejos de los puntos de encuentro previamente pactados a través del móvil. Uno de ellos, Bubaka Zumaru, tiene solo 17 años, viene desde Guinea Conakry y lleva por todo calzado una sandalias de playa. Basta con eso para soportar el peso del compañero cojo que le acompaña. Tras la reprimenda, Francisca tira de botiquín. «A veces bajan a pedir limosna. Los marroquíes les ayudan, sobre todo la gente humilde. Esto es un crimen. La gente no quiere verlo. Cambia de canal», masculla con serena indignación.

A pesar de su comprensible desaliento, el clamor humanitario de Francisca encuentra eco en la sociedad española. En el marco de las II Jornadas de Frontera Sur, Melilla y Derechos Humanos organizadas por la Asociación Pro Derechos de la Infancia (PRODEIN), una comisión de observadores realizó una visita para supervisar la situación de los derechos humanos en Melilla durante la primera semana de julio.

El posterior informe resulta demoledor. «La violencia y vulneración de derechos y libertades en la frontera sur son parte de nuestra propia realidad (...). La exigencia por el cumplimiento de los derechos es improrrogable; son los valores de nuestra sociedad los que están en juego».

En el informe se denuncia la sobrerrepresentación mediática de la valla, que impide «calibrar con la mesura adecuada» este enclave respecto a «otros pasos». A través de entrevistas y coloquios con los agentes sociales que actúan en la zona, los observadores registran violencia de la Policía marroquí, malos tratos infligidos por las fuerzas de seguridad españolas, incluyendo el uso de gases y sedaciones, y colocación de más concertinas por parte de Marruecos. Sin olvidar el hacinamiento en el Centro de Estancia Temporal de Personas Inmigrantes (CETI), cuya capacidad llega a cuadruplicarse en algunos momentos.

El documento dedica un capítulo a las devoluciones en caliente o ilegales, una práctica calificada como «pragmatismo jurídico miope» en otro informe jurídico elaborado por 17 catedráticos de Derecho Penal y expertos para el proyecto I+D+i Iusmigrante, publicado el pasado 27 de junio.

Cambio de acto y de escenario. El barrio madrileño del Pozo del Tío Raimundo despierta apacible por la mañana. Los subsaharianos que han logrado evitar las deportaciones desde los CETIs o los CIEs encuentran en este suburbio un hogar temporal de la mano de organizaciones como Movimiento por la Paz, una de las seis ONG que se encargan de la acogida de emergencia a grupos vulnerables que llegan a la Península desde Ceuta, Melilla y Canarias.

Pero la tranquilidad en el barrio es solo aparente. El verano trae siempre picos de afluencia. Este año los picos han sido auténticas cumbres. Con 63 plazas en pisos repartidos por Madrid y Valencia y 15 en un albergue, la ONG se ha visto obligada a multiplicar su capacidad. «En solo una semana tuvimos que acoger a 212 inmigrantes», explica el responsable del programa, Julio Caricol.

Aunque la estancia media prevista en esta red de acogida ronda los 15 días, la realidad estira el plazo hasta los seis meses que permite la ley, con excepciones por motivos jurídicos o de salud que llegan hasta el año y medio.

Plazos que se alargan por los problemas de asimilación que genera el paro y la saturación de las redes de los propios inmigrantes. Si se suman llegadas que multiplican por cinco la capacidad de acción de las ONG, el resultado es un colapso que los técnicos resuelven con horas y vocación.

Pese a este hecho, Julio descarta el efecto llamada de estos programas de acogida. «El efecto llamada es el hambre y la necesidad. La frontera empieza donde llegan las luces del progreso. Al otro lado de la valla».

La inexistencia de estas redes institucionales de acogida y los recortes provocados por la crisis hacen que la supervivencia en ciudades como Alicante dependa de las redes de proximidad, que integran «personas asentadas que abren su casa y comparten la comida y sus bienes». Así lo explica el director del Observatorio Permanente de la Inmigración de la Universidad de Alicante, Carlos Gómez Gil, para quien contar con una «política integral de incorporación ciudadana» sigue siendo una asignatura pendiente en la ciudad.

Senegalés residente desde hace quince años, entrenador de fútbol, mediador e intérprete en los juzgados, Sergio sabe que sus compatriotas en situación irregular viven con miedo «hasta para ir al hospital o al ayuntamiento». «Así no se pueden integrar». Calcula que en Alicante hay más de 500 subsaharianos, la mitad de los cuales «no tienen papeles».

Aunque colabora con el consejo de la juventud, cree que en Alicante faltan mecanismos de integración y se siente muy agradecido con iniciativas personales, como la del ex director de la CAM Miguel Romá y su esposa, que abren las puertas de su casa a cientos de inmigrantes.

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