La corona en las reales cabezas borbónicas ha permanecido algo inestable en los últimos tres siglos. La abdicación de Juan Carlos I constituye la sexta renuncia al trono entre los diez monarcas borbones que han ostentado la corona española. La tradición „pues ya son más los borbones que han abdicado que los que han muerto en la cama y con el cetro sujeto„ la inició el fundador de la saga: Felipe V, el rey francés que ganó la Guerra de Sucesión y que en el recuerdo colectivo de los valencianos ha quedado como el liquidador de los furs, de la independencia política y legal del Reino de Valencia y cuyo retrato permanece colgado cabeza abajo en el museo municipal de la Xàtiva que ordenó incendiar en 1707. Una vendetta histórica.

Él fue el primer rey de la dinastía borbónica en España y ostenta el récord de permanencia en el trono español: 45 años y 3 días. Pero logró esta marca imbatida con una interrupción. En 1724, después de veinticuatro años de reinado, firmó en el palacio de La Granja de San Idelfonso su abdicación en su hijo primogénito, el príncipe Luis. Pero aquel Luis I poco tiempo pudo reinar. Con menos de ocho meses murió víctima de viruelas, aunque otros apuntan al envenenamiento, y sin descendencia. Y Felipe V, incumpliendo lo previsto, recuperó la corona y regresó al trono hasta su fallecimiento en 1746.

Tras los dos reinados agotados hasta el final de Fernando VI y Carlos III, las siguientes renuncias en el trono español ocurrieron en cascada en el marco del esperpéntico episodio de las Abdicaciones de Bayona con el prolegómeno del Motín de Aranjuez en 1808. En ese contexto histórico, Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII, éste le devolvió la corona a su padre ante las autoridades francesas, y Carlos IV finalmente cedió el trono a Napoleón Bonaparte, que entregó el cetro a su hermano José I. La cascada de renuncias „la primera precipitada, la segunda obligada, la tercera forzada y la cuarta interesada„ dejó a la monarquía en una inestabilidad de titular como nunca más se ha vuelto a ver.

Tras la expulsión del rey francés y las Cortes de Cádiz, el mismo Fernando VII que había reinado entre marzo y mayo de 1808 recuperó definitivamente el trono en 1813 con tanto apego que poco o nada le costó pronunciar aquella famosa frase de «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional» al ser obligado a jurar la Constitución de Cádiz en 1820. El monarca absoluto del «¡Vivan las caenas!» murió como rey. Sin embargo, su sucesora, Isabel II no terminó el reinado. La Revolución de 1868, aquella Gloriosa que buscaba una incipiente democracia con monarca sujeto a parlamento, le obligó a exiliarse en Francia y a abdicar dos años más tarde en París en favor de su hijo Alfonso XII. Pero éste, llamado «el Pacificador», tuvo que aguardar su momento y dejar paso antes al fugaz reinado de Amadeo I, de la casa Saboya, y a aquella efímera e inestable Primera República española que no llegó a los dos años (1973-1974).

Con Alfonso XII regresaron los borbones a España, pero a sus 27 años de edad murió y fue sustituido por su hijo póstumo Alfonso XIII. La proclamación de la República en 1931 motivó el exilio de Alfonso XIII, que abdicó en Roma en su tercer hijo, don Juan de Borbón, poco antes de fallecer en 1941. El conde de Barcelona nunca llegó a reinar y en 1977 presentó oficialmente la renuncia a sus derechos al trono ante su hijo, el rey Juan Carlos, que era ya jefe del Estado desde 1975.

El pionero actual

Antes de la llegada de los borbones al trono de España, durante la Casa de los Austrias, sólo el rey Carlos I de España y V de Alemania cedió sus derechos dinásticos como rey de España en 1556 en favor de su hijo, Felipe II, y como emperador, en favor de su hermano, Fernando I de Habsburgo. Fue el inicio de una historia de abdicaciones que ayer vivió su último episodio. De momento.