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Aventura entre los hielos del Sur

El alicantino Cocúa Ripoll narra el final de su travesía y cómo las duras condiciones climáticas le dejaron a las puertas de la Antártida

Aventura entre los hielos del Sur

La meteorología había jugado en contra nuestra. El mar de Drake, el más peligroso del planeta, no nos había permitido alcanzar nuestro objetivo antártico.

Tras luchar contra furiosos setenta nudos de viento y unas olas terriblemente agresivas habíamos sido arrojados contra la parte sur de la isla de Los Estados, en el extremo más austral del continente americano, donde por suerte conseguimos guarecernos en una de sus protegidas ensenadas.

No había caso, las malas previsiones del tiempo no daban la más mínima tregua para intentar volver a navegar las escasas seiscientas millas que nos separaban de la isla Decepción, el primer refugio en el continente antártico, a algo menos de seis días de travesía, intentando cruzar de nuevo el temido Pasaje Drake.

Decidimos, pues, visitar la isla donde nos encontrábamos; misteriosa, deshabitada, agreste, ocultando miles de secretos y cientos de naufragios; la Perla del Sur, mientras aguardábamos esa esperada ventana de tiempo bonancible, que lamentablemente nunca llegó.

Durante dos semanas recorrimos la isla de Los Estados, protegiéndonos de los fuertes vientos en el fondo de sus estrechos fiordos. En las riberas, a escasos metros de la orilla, pescamos enormes centollas; subimos montañas, admiramos ocultos lagos, paseamos por sus solitarias playas donde hallábamos olvidados restos de antiguos naufragios que dieron triste fama a aquella isla propia del Fin del Mundo, donde el famoso escritor Julio Verne recreó su imaginación.

Pasado aquel tiempo no tuvimos más remedio que regresar a nuestro puerto base, Ushuaia, para reponer vituallas, volver a llenar los tanques de combustible y reacondicionar de nuevo nuestro velero Archibald.

Allí decidimos renunciar definitivamente a nuestra expedición antártica, que por la mala meteorología y añadiendo otros motivos no menos persuasivos debíamos abandonar. Sin embargo, no por ello comenzaríamos nuestro inmediato regreso. Nos encontrábamos en una de los partes más bellas del mundo y a la vez más desconocidas. Dedicaríamos el resto de nuestro tiempo a visitar toda aquella región que tanto nos atraía, aumentando así nuestro conocimiento y admiración por los rincones más exóticos de nuestro planeta.

Fran, uno de los tripulantes, tuvo que abandonar con urgencia nuestro barco y regresar a España, así que Alberto, Fletcher y yo nos encaminamos hacia Puerto Williams, al otro lado del canal Beagle, para dirigirnos desde allí hacia el archipiélago que rodea la mítica isla de Cabo de Hornos.

Durante días visitamos las islas Navarino, Picton, Lennox? amenazados por las inclemencias del tiempo; los fuertes temporales que regularmente azotan aquella zona, resguardándonos en alguna de sus innumerables caletas, amarrándonos como podíamos tanto a árboles como a rocas, echando anclas y cadenas, para no acabar siendo el siguiente naufragio del lugar.

Por casualidades del destino, el día que llegamos a las inmediaciones de la peligrosa Hornos lucía un sol radiante y viento en calma total. Disfrutamos de la jornada como no podíamos imaginar, acercándonos a sus peligrosos riscos para tomar las mejores imágenes e incluso nos permitimos desembarcar en la isla y visitar el gran monumento al Albatros, visible desde varias millas a la redonda, símbolo dedicado a los innumerables marinos que perdieron su vida en estas aguas.

El mal tiempo no se hizo esperar; una previsión de fuerte temporal durante las siguientes horas nos hizo abandonar aquel «sur del sur» para volver a protegernos en un refugio seguro. Al poco tiempo volvía a soplar los ya conocidos sesenta nudos de viento, más de fuerza diez.

Nos quedaba por conocer una parte imperdible de aquella costa americana: el intrincado laberinto de fiordos, cabos, islas y bahías que conforman los canales chilenos y que a su vez lindan con el océano Pacífico.

Tras abandonar de nuevo el Puerto Williams nos adentramos por el canal del Beagle, prosiguiendo su brazo noroeste, franqueado por altísimas jóvenes montañas nevadas, que dan pie a la cordillera de Darwin.

Muy cerca del costado de nuestro velero, copiosas cascadas de agua procedentes del deshielo caían de los agrestes riscos, al igual que impresionantes glaciares descendían hasta el mar, arrojando a nuestro paso los restos de hielo que se desprendían de sus lenguas, algunos demasiado grandes y peligrosos para apartarlos empujando con la proa, a pesar de las protecciones suplementarias que reforzaban aún más nuestro barco de acero.

Durante días recorrimos aquel sinuoso laberinto, incluso perdiéndonos en repetidas ocasiones y que sólo ayudados por nuestros GPS conseguíamos finalmente retomar la ruta conocida.

La navegación nocturna era algo sumamente arriesgado, por lo que siempre, al atardecer, buscábamos un nuevo refugio y tras asegurar nuestro Archibald contra los fuertes vientos reinantes, nos acomodábamos lo más cerca posible de la estufa para cenar, descansar lo más confortablemente posible y de nuevo repuestos seguir camino con las primeras luces del día siguiente.

Así llegamos hasta la altura del Estrecho de Magallanes, donde tuvimos que decidir nuestro siguiente destino. Uno era adentrarnos en dicho Estrecho, con idea de llegar al puerto chileno de Punta Arenas, despidiéndonos de estos bellos canales, para luego dirigirnos de nuevo al océano Atlántico y de allí regresar a Buenos Aires contorneando la costa argentina. Otra opción era seguir la costa de Chile con rumbo norte hasta el final de los canales, adentrándonos luego en el gran Pacífico, sin objetivos concretos de navegación. En aquellos momentos esto no era lo planeado; tanto Fletcher como Alberto tenían fechas prefijadas para su regreso a España desde la capital argentina. La última opción, aunque un tanto absurda, fue la elegida: volver de nuevo al sur, pero esta vez recorriendo un camino alternativo y poco frecuentado, que tras una complicada navegación de varios días nos devolvió de nuevo al Beagle, pero esta vez visitando su brazo suroeste, mucho menos conocido pero igualmente atractivo que el superior.

Llegados de nuevo a la ciudad de Ushuaia, Alberto se despidió de nosotros y casi inmediatamente Fletcher y yo, como tantas otras veces habíamos hecho a lo largo de los tres océanos, emprendimos la navegación, esta vez muy dura, de regreso hacia el norte.

Treinta y cinco días soportando frío y fuertes temporales a lo largo de toda la inhóspita costa de Tierra de Fuego y Patagonia argentina duró esta etapa de navegación, hasta que por fin advertimos el radical cambio de color de las aguas, lo que nos indicaba la proximidad del río de La Plata y en definitiva la llegada a la ciudad de Buenos Aires, final de este viaje, que llevó tanto al Archibald como a su tripulación a recorrer una de las partes menos conocidas del mundo.

A los pocos días Fletcher embarcó, esta vez en un potente avión, para regresar a Cantabria. Yo quedaría en la capital durante la época invernal para de nuevo preparar mi Archibald con vistas a la siguiente aventura, sin planes precisos de hacia dónde me dirigiría, pero eso, en definitiva, es Aventura.

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