Un viejo pescador y su nieto de once años se hallan en una barca de tres metros de eslora, pescando calamares con potera. El sol se oculta, contemplado por la luna llena. Comienza la última noche primaveral del año 1911.

La barca se encuentra al sur de la isla de Tabarca, muy cerca de la «Cova del Llop Marí» (Cueva del Lobo Marino), llamada así porque en ella buscan cobijo tradicionalmente focas monje o lobos marinos, aunque la leyenda dice que también en esta gruta se esconden a veces otros animales más extraños y mucho más peligrosos. Es una caverna de unos cien metros de profundidad en la que penetran las aguas del mar.

Pocos años antes de que naciera el chico, una pareja de focas se alojó en aquella gruta, estando la hembra a punto de parir. Pero los tabarquinos quisieron capturarlas una noche de luna llena porque las consideraban una amenaza, pues destruían las redes y espantaban la pesca. El ataque precipitó el parto de la hembra, cuya cría nació muerta. La tristeza hizo que también la madre muriera poco después. El macho tardó en perecer unos días, durante los cuales sus terribles quejidos espantaron a los habitantes de Tabarca. Pero como estos mismos sonidos siguieron oyéndose cuando había luna llena, y pese a haber quien explicaba que el ruido lo producía el oleaje de pleamar al penetrar en la gruta, muchos tabarquinos creían que el macho resucitaba esas noches para proferir sus lamentos, tan potentes que llegaban a oírse en Santa Pola.

Aunque abuelo y nieto ya habían escuchado en alguna ocasión aquel sonido que brotaba de la «Cova del Llop Marí», no por ello dejan ahora de sorprenderse al volver a oírlo. Es una especie de bramido bronco e intenso que surge de la boca de la gruta y que dura apenas unos segundos, pero que se antoja eterno. El chico se estremece sin separar la vista de la cueva, pero cuando el sonido cesa vuelve su atención a la faena. El abuelo, pescador retirado, sujeta a babor el cable de la potera con suavidad, a la espera de notar cómo se engancha el calamar. El cebo se encuentra a un par de palmos del fondo marino. La mar está calmosa. No hay viento. En el cubo ya hay una docena de calamares. Cuando la noche se cierre regresarán a puerto, pero todavía faltan unos minutos. El cielo rojea aún por poniente y la mar sigue permitiendo ver algo sus entrañas, poco más allá de la superficie. El chico deja caer por estribor su potera y, al asomarse por la borda, cree ver una mancha enorme que se mueve rápidamente a pocos metros de profundidad. Como ha sido una visión tan fugaz, decide no avisar a su abuelo. Hasta que de nuevo vuelve a verla, esta vez con más detalle. Es una mancha blanca y de grandes proporciones que se mueve por debajo de la embarcación y que ahora parece ascender, haciéndose aún más grande. Sí, está subiendo. Entonces llama a su abuelo, tartamudeando y sin dejar de observar aquella cosa que, con una violencia formidable, emerge por fin tan cerca de la barca, que a punto está de volcarla.

La visión dura un par de segundos, lo suficiente no obstante para que ambos, abuelo y nieto, aprecien algunos detalles de aquel monstruo que se mantiene suspendido en el aire, contemplándoles con ojos pequeños pero terribles. La enorme boca entreabierta muestra una poderosa mandíbula formada por dientes triangulares y aserrados. El cuerpo blanco tiene un diámetro superior a los tres metros, con el dorso y los costados de color gris oscuro. Y al volverse a zambullir enseña la aleta caudal, que remata una cola descomunal, con la que azota el agua tan intensamente que produce un ruido ensordecedor.

De nuevo sumergido, el monstruo marino se aleja de la barca. La gran mancha blanca desaparece de la vista del nieto y del abuelo, quienes permanecen un rato boquiabiertos y en silencio. «¿Qué era eso? Desde luego no era una lamia», dijo por fin el chico. «No, no lo era», reconoció el abuelo.

Enseguida regresan a la isla. Mientras abocan el puerto, el chico vuelve a preguntar. «¿Cuánto crees que mediría?». El viejo pescador contestó rápidamente porque había estado pensando lo mismo: «No menos de ocho metros». «¿Y su peso?». «Unas doscientas arrobas». El nieto mueve la cabeza, todavía consternado: «Parecía una lamia, pero no lo era». No, no lo era, piensa el abuelo. Durante el medio siglo que trabajó en la almadraba había visto toda clase de peces, pero ninguno como el que acababa de ver junto con su nieto. Tenía la forma de un tiburón, pero con la cola de una serpiente gigante. Había visto muchas lamias, cazones, tintoreras, marrajos y jaquetones, pero nunca antes había visto un animal como aquél, mitad tiburón, mitad serpiente marina. Un nombre bíblico se le viene a la mente. «Leviatán», musita. «¿Qué?». El chico no ha oído bien lo que ha dicho su abuelo, pero éste no lo repite. ¿Para qué? Nadie lo creería.

En el número 60 de la revista Canelobre (monografía dedicada a la isla de Tabarca), Armando Parodi firma un estupendo artículo en el que recuerda las capturas de grandes peces que se han realizado a lo largo de los años en aguas tabarquinas. Capturas de las que informaron periódicos de la época: la de un tiburón que atacó a un pesquero en enero de 1865; la de un «pez monstruoso» en marzo de 1879; la de un «pez gigantesco» en noviembre de 1887, que fue expuesto en los Baños de Diana de la playa del Postiguet; la de un «monstruo marino» en agosto de 1946.

De esta última captura informó el diario INFORMACIÓN el 11 de agosto. Este «monstruo marino» era una especie de «llamia» (lamia, en castellano), cuyo «peso arrojó la extraordinaria cifra de 1.790 kilos, y sus dimensiones eran de seis metros de largo por dos y medio de diámetro en la parte más ancha (€). Se le encontró al extraordinario animal en el vientre un atún de 40 kilos de peso. Dicho atún presentaba dos mordiscos, uno en la parte de la cola y otro en la cabeza, habiendo sido tragado entero por la "llamia" (€). Como detalle curioso citaremos que el hígado, pesado aparte, dio en la báscula 300 kilos (€) "Llamia" no es más que la denominación en el argot marinero valenciano del tiburón blanco, también denominado jaquetón en nuestras aguas».

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