Ni sus nombres ni sus rostros han transcendido en las nueve sesiones que ya se han consumido de vista oral pero sobre ellos pivota el desenlace del primer proceso penal que se sigue en la Comunidad contra un exjefe del Consell por un delito relacionado con su cargo. Son los miembros del jurado (6 hombres y 3 mujeres) que tienen que decidir si Francisco Camps y su durante años mano derecha, el diputado Ricardo Costa, recibieron o no trajes de la red corrupta de Francisco Correa. Nada menos, pero tampoco nada más. No se pide a estas nueve personas (sin experiencia en leyes, a las que en formación sólo se les exige saber leer y escribir y cuya edad media en este caso no llega a los treinta años) que entren en disquisiciones sobre si los acusados son o no culpables de un delito continuado de cohecho. De eso ya se encargará el presidente del tribunal, el magistrado Juan Climent, quien además de calificar los hechos y de establecer la pena que llevan aparejada, tiene la encomienda de elaborar el cuestionario al que estos nueve jueces del pueblo tendrán que responder inexcusablemente para llegar, basándose en argumentos, a las dos únicas conclusiones posibles: culpable o inocente. Y hacerlo, además, en la proporción que marca una ley que, siguiendo la línea garantista de nuestro sistema penal, pone más complicado romper la presunción de inocencia: se precisan siete votos para un veredicto de culpabilidad y basta con cinco para el absolutorio. Para llegar a uno de los dos disponen los miembros del tribunal de 48 horas desde el momento en que Climent les entregue lo que se denomina "objeto de veredicto", el listado de preguntas que formulará el magistrado a tenor de las calificaciones de acusaciones y defensas y de lo escuchado en la sala.

Dado el celo de que se está haciendo gala en cada interrogatorio, en cada detalle de este proceso (prueba evidente de lo mucho que todos se juegan), y con la vista puesta en que para cribar a los candidatos a miembros del tribunal popular (un trámite que habitualmente no suele durar más de un par de horas) se empleó toda una jornada, es de prever que en las matizaciones que las partes planteen al cuestionario que elabore Climent se vuelva a librar otra batalla que haga saltar de nuevo por los aires los tiempos previstos por el juez.

Desde el fondo de la pregunta hasta el modo en que está formulada puede ser cuestionado por las partes aunque en ningún caso estas objeciones vinculan al magistrado, cuyo auténtico poder (diluido, sólo en apariencia, por la presencia del jurado) se hace más perceptible en este punto de proceso. Una potestad también patente en cada una de sus intervenciones a lo largo del juicio ya sea para corregir a alguna de las partes como para aclarar conceptos a testigos o a los miembros de un jurado cuya falta de acuerdo para alcanzar un veredicto puede degenerar en lo que sería un verdadero problema: la disolución del tribunal, la elección de otro nuevo y la repetición del juicio. Esto sólo ocurriría si después de tres deliberaciones, ya sin plazo, no logran un veredicto o si el que entregan no se considera suficientemente motivado, una valoración que sólo compete al presidente del tribunal, él único que, de darse esta circunstancia, obligaría a Camps y a Costa a sentarse de nuevo en un banquillo que a esta alturas de juicio les debe resultar más familiar que el sofá de su casa.