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Diumenge

Hastiado, tirando a confuso, descreído y sin hueco para la indignación, me pongo a escribir en domingo a la que salga. He de procurarme tiempo durante la semana para otros menesteres más acuciantes. A la que salga porque ¿de qué me sirve endemoniarme si hablo de que un partido está declarando ante los jueces por corrupción al mismo tiempo que se prepara para la gobernanza? O comerme el tarro dándole vueltas a otro tema recurrente como el de Bob Dylan. La academia sueca ha decidido darle el nobel de literatura a un músico. Y qué. Creo que lo más literario de Bob Dylan es su pseudónimo (se lo tomó prestado al poeta galés Dylan Thomas) O que en las redes sociales, algunos animalistas fanáticos le deseen la muerte a un niño enfermo de cáncer que quiere ser torero. O que una tormenta solar nos convierta a todos en figurantes de una película apocalíptica de Hollywood. Qué pereza.

De modo que, cautivo y desarmado, salgo a la terraza con recado de escribir y un cafelito dispuesto a darles a ustedes la tabarra intimista que, mucho me temo, por ese palo pinta la cosa. Quedan advertidos.

Es domingo, digo. En el edificio de enfrente hay sombras oblicuas que proyectan los tendales. A veces me pongo ramoniano y me da por las greguerías. Los tendales son los pentagramas de las bragas y los calcetines. Recuerdo el arranque de un novelón, «La forja de un rebelde» de Arturo Barea: «Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero». Milagros de la literatura. Lo más vulgar y anodino puede convertirse en imagen poética. En uno de esos tendederos enfrente de mi casa hay una chaqueta que lleva seis meses colgada. La imagen es fascinantemente inquietante. Parecen los restos de un desollamiento (incluyo testimonio fotográfico en vez de dibujo, sin que sirva de precedente).

Es domingo, al filo del mediodía y las marmitas echan humo. Llegan los efluvios de las comidas ajenas, una suerte de sinfonía olfativa que va desde las gambas a la plancha, a la olleta, de la pericana al cocido alcoyano. Me viene a la cabeza otro escritor, el gran Josep Pla que hizo virguerías literarias con la butifarra, el pa amb tomaca, la escalivada o la escudella i cam d'olla.

El domingo huele diferente y suena diferente. Los sonidos del domingo atruenan por su machacona monotonía. Niños que gritan con la araña del aburrimiento hurgándoles la cabeza, madres o padres que les amonestan, conversaciones huidizas de vecindonas, aparatos de radio que regurgitan los cuarenta principales, locutores histéricos que cantan los goles de los partidos matutinos, gañidos de perro afónico y tontos del culo motorizados que disecan el aire con un restallo. Estos últimos también cursan entre semana que para la idiotez atronadora no sólo hay domingos y feriados.

Hay algo de gótico flamígero en las mañanas de los domingos donde las horas se estiran como agujas y el sol se vuelve litúrgico como una ojiva de luz. Llega momento que todo se hace añicos y ves la cara de la nada. Eso le pasaba a otro escritor, Sartre, pero todos los días.

Pasa la mañana y el edificio de enfrente es un hervidero de vida y sombras. Y pensar que detrás de él está la montaña, que si no fuera por él podría tocar el Preventorio con los dedos. No me queda más remedio que imaginármelo o acabar este desbarre con las botas puestas e ir a tocarlo, a tocar el domingo antediluviano que lo habita.

Feliç diumenge i perdó per aquest deliri.

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