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FERNANDO CABRERA

FERNANDO CABRERA

Fernando Cabrera nació en Alcoy hace ciento cincuenta años, cuando la ciudad se preparaba para el despegue industrial y la otra ciudad, la dormida, iba poblándose de mármol de Carrara al mismo ritmo en que la burguesía se hacía grande. Nacían el arrojo, la industria, las nuevas tecnologías, los emprendedores, el sentimiento de clase y los cadáveres exquisitos. Se dice que de Barcelona venían a que los alcoyanos les explicaran el funcionamiento de los nuevos cachivaches. La burguesía? Aún, caminando por San Nicolás y poniendo un azumbre de imaginación, se siente el aroma alcanforado de las chalinas y el cloqueo de los botines blancos de piqué. Que quien tuvo, retuvo.

Don Fernando se metió en los amenes de la linaza de la mano del maestro Lorenzo Casanova. Lorenzo Casanova era tío de Gabriel Miró, el escritor que hizo de la prosa una torrentera, un referente fundamental en la historia de la literatura española. ¡Cuánto hay para presumir en esta hoya, redeu, alfanjes, boatos, alferecías, capitanías al margen!

El ambientazo artístico de la época debía pasar inexorablemente por el fielato de Sorolla el Grande, del que Cabrera era condiscípulo. Debía ser tremendo pintar al lado del monstruo que había encontrado la escalera al sol y la senda de los violetas. El que había dado con la clave para hallar la luz entre las sombras. Todo a su lado parece apagado, paniaguado y desleído. Pero aun así, nadie bajó la guardia y, unos y otros, fueron dándole forma y lustre a ese trozo de la pintura española que dio en llamarse luminismo. Yo siempre he pensado (que me perdonen los ortodoxos y no me tomen por hereje) que la pintura valenciana del XIX y principios del XX le daba mil patadas a las magnificencias impresionistas, que ya los nuestros cabalgaban sobre los complementarios con mucho fundamento y con un dibujo sólido. Los desnudos de Renoir son algodón de azúcar de feria al lado de «La gran Odalisca» de Fortuny, pongo por caso o el desnudo abocetado de Cabrera. Si Sorolla, Fortuny, Fernando Cabrera, Ignacio Pinazo, Degrain, Carlos Haes, Antonio Gisbert hubieran nacido en Francia, el impresionismo hubiera quedado en «fum de canyot» y no es que me tire la terreta, es que me tira la estética.

Y don Fernando se metió en las estéticas del gay-trinar e hizo de su vida un convoluto. Aun así le sobró tiempo para la narrativa y así amenazaba a los enemigos de la cruz con caer en «El abismo» o se burlaba de los canónigos que se mueren de aburrimiento en «Sermón soporífero», o contaba que los ángeles tienen rostro en «Mi dulce esposa, Milagros» o narraba la trascendencia de la muerte que recibe a sus hijos con un cigarro en la boca en «Mors in vita». En «La calera», un lienzo enorme que reposa en el Círculo Industrial, hay una nube de cal y un fuego incierto y lento que apenas deja ver la realidad de los jornaleros. Qué grande, qué trapisonda, qué narrador, don Fernando.

Y se metió en la boca de un lagarto, en las hojas de acanto del modernismo. Su faceta de escultor, de ilustrador, de modernista en piedra, quizá sea menos conocida. Hay edificios en Alcoy que llevan su sello y un Cervantes de bronce en un paseo que les recuerda a todos ustedes, todos los días, al filo de la amanecida, o del atardecer o de la anochecida, cuando por allí pasan o cuando dan la vuelta a los puentes por puro aburrimiento que Alcoy es mucho más que una fiesta, que una circunstancia.

Feliz cumpleaños, don Fernando.

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