El estruendo de los arcabuces y el intenso olor a pólvora marcaron ayer el último día de la Trilogía de Moros y Cristianos. Ambos bandos protagonizaron unas espectaculares batallas de arcabucería, que se vieron beneficiadas por el incremento de la participación. Fueron el desenlace de unas Embajadas en las que destacó la intensidad dialéctica de los protagonistas y la elevada asistencia de público.

Tras el acto del Contrabando de primera hora de la mañana, en que Maseros y Contrabandistas se enfrentaron tras un divertido parlamento, llegó el momento de la Embajada Mora. El preámbulo, como es tradicional, lo constituyó la Estafeta, en la que un jinete de los Judíos entregó un mensaje en el castillo cristiano, emprendiendo después una veloz carrera por la calle San Nicolás en busca de los suyos tras comprobar cómo la misiva acababa rota en mil pedazos.

Fue el momento entonces del embajador moro, Juan Javier Gisbert Cortés, que antes de iniciar su parlamento se encomiendó a Alá para que pusiese «tanta energía a la voces que salgan de mis labios, que convencidos queden, que estén desengañados y eviten el que se haga en sus vidas y haciendas un estrago».

A partir de ahí, y ya con el capitán cristiano en lo alto del castillo, intentó convencerlo de la rendición del mismo, primero con palabras amables y elogiosas, y después amenazándolo acerca de lo que le esperaba a él y a su pueblo si finalmente Al-Azraq decidiese atacar la plaza.

El embajador cristiano, Ricard Sanz Pérez, rechazó la oferta desconfiando de las promesas de su adversario y apoyándose en Jesucristo. La dialéctica fue endureciéndose hasta que al final la contienda fue inevitable. Al grito de «Al arma, al arma», y «Alcoians, per Sant Jordi i Aragó, a defensar la fé de Jesucrist», los estruendos de los primeros arcabuces empezaron a invadir el ambiente.

Por la tarde la situación se repitió pero a la inversa. En este caso fue un jinete de los Vascos el protagonista de la Estafeta, antes de que el embajador cristiano, despojado de su fortaleza, expresase su infinita tristeza por la pérdida sufrida. A partir de ahí inició su parlamento, intentando atemorizar a los moros con guerreros como Pelayo, Alfonso, Fernán González, Wilfredo, Ramón Berenguer, Ramiro y el Cid insigne, e instándoles a devolver la plaza conquistada bajo la amenaza de que «el marcial alcoyano aún se halla con valor, con esfuerzo y ardimiento para eclipsar las lunas mahometanas».

Los musulmanes, henchidos de orgullo tras la victoria consiguida horas antes, despreciaron las palabras del cristiano, e inevitablemente llegó de nuevo la batalla a los gritos de «Di a los tuyos: guerra, guerra», y «Di a los tuyos: armas, armas».

Las batallas de arcabucería fueron espectaculares, y en esta ocasión más intensas que en años anteriores, después de que la subvención concedida por el Casal permitiese incrementar los kilos de pólvora hasta 2.700. El estruendo y el humo se adueñó de las calles del centro de la ciudad, configurando una estampa sobrecogedora.

La siempre emocionante lucha con espadas a los pies del castillo, y después sobre las almenas, puso el punto y final a la guerra.

Cabe reseñar, por último, que este año los heraldos recuperaron la partitura «Toques de clarines para las Embajadas de Alcoy» que compuso en 1958 José Carbonell.